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La ira de un pueblo resentido
Los objetivos que se le señalaban a las guerrillas en la Instrucción corresponden plenamente a los que era ya y seguirá siendo la actuación de éstas: «Evitar la llegada de subsistencias, hacerles difícil vivir en el país, destruir o apoderarse de su ganado, interrumpir sus correos, observar el movimiento de sus ejércitos, destruir sus depósitos, fatigarles con alarmas continuas, sugerir toda clase de rumores contrarios, en fin, hacerles todo el mal posible». La nueva forma bélica había encontrado, apenas comenzada, una clara aunque breve exposición doctrinal, que iba a servir de fundamento a un tipo ignorado de guerra, que en nuestros días se conocerá como guerra revolucionaria.
La guerra de guerrillas constituye una praxis bélica cuya colaboración doctrinal no se realizará hasta nuestro siglo con ocasión de las campañas revolucionarias o independentistas. La primera realización moderna de lo que hoy se conoce como guerra revolucionaria es, sin duda alguna, la guerra de guerrillas española.
La guerra de guerrillas requiere para su aparición ciertos supuestos condicionantes, sin los cuales la guerrilla no tendría ninguna posibilidad de realizar sus fines bélicos o, por el contrario, sería innecesaria en el desarrollo de la campaña militar. La guerrilla sólo puede surgir sobre el hecho inicial de una indiscutible inferioridad militar que no permite mantener posiciones frente al enemigo. La superioridad de la Grande Armée, reflejada en los repetidos éxitos tácticos de los últimos meses de 1808, creó en España la primera condición favorable a la aparición de una forma de guerra irregular, proceso que hemos analizado con cierto detalle en las páginas precedentes. Frente a los 300.000 franceses que integraron los ocho cuerpos de Ejército dejados por Napoleón en la Península, los españoles no reunían en filas ni siquiera una tercera parte, y la conciencia de tal disparidad numérica se reflejó, según vimos, en el abandono de las filas regulares por las partidas (...).
La guerrilla presupone el carácter nacional de la guerra, manifiesto en la colaboración plena del pueblo, que adopta una posición beligerante sin la cual los guerrilleros estarían condenados a un inmediato exterminio. La beligerancia del pueblo resulta decisiva en cuanto facilita a los combatientes irregulares una serie de servicios militares que en otro caso ocuparían una parte importante de sus efectivos, como son los abastecimientos, la información, el servicio de correos y la sanidad, por cuanto es la propia población civil la que se hace cargo de los heridos e imposibilitados. Descargada de todas estas obligaciones a que tienen que atender las formaciones militares de cualquier otro tipo, la guerrilla se configura desde el primer momento como un grupo formado exclusivamente por combatientes, con una sensible desproporción a su favor en todo encuentro con un número igual de tropas regulares, en que sólo una parte de los efectivos son realmente capaces de combatir.
Beligerancia universal
En tanto la inferioridad militar responde siempre a una iniciativa del enemigo, contra la cual no se ha previsto la defensa o no existen los medios materiales para compensarla, la beligerancia universal es un factor que ha de crearse y, sobre todo, mantenerse a lo largo de campañas que son siempre -según veremos- de larga duración.
Mientras un levantamiento o un movimiento ocasional de una multitud puede ser en gran medida e incluso totalmente espontáneo, una guerra prolongada no puede explicarse en los mismos términos. Seis años de lucha ininterrumpida, como la de la Independencia y, en general, toda guerra revolucionaria, constitucionalmente prolongada, requieren una importante dosis de organización.
El objetivo último del Ejército victorioso consiste en la pacificación del territorio, lo que supone el reconocimiento unánime por parte de la población, aun cuando sea forzado, del poder político al que aquel representa. Toda política pacificadora implica una acción policiaca represiva, que desemboca, con gran facilidad, en una serie de violencias, las cuales a su vez, sirven para incrementar la hostilidad entre el Ejército enemigo y la población, y terminan por provocar reacciones por parte de ésta, iniciando así un proceso cuya etapa final es un odio implacable entre ambos grupos humanos, con lo que se destruye la pretendida labor de pacificación.
Todos los testimonios están conformes en cuanto a las buenas disposiciones con las que la población española acogió al Ejército francés, mientras pudo mantenerse la ficción de la alianza entre ambas potencias. La ocupación por sorpresa de Montjuïc o de Pamplona no fue bastante para modificar sensiblemente las relaciones con el invasor. Lejeune, que penetró en España en los primeros días de abril, escribirá: «Los españoles habían cortado las ramas de todos sus laureles para hacer arcos del triunfo, bajo los cuales debía pasar el vencedor de Europa». Son los sucesos del 2 de mayo y las crecientes exigencias y violencias de los invasores las que determinan la generalización de la actitud beligerante a todas las capas de la población. Girardin, concretando una larga experiencia, dirá: «Quemar es un placer del que no se hastiaban nuestros soldados. Prendían hasta los campos de trigo a punto de segarse; las espigas doradas por el sol ardían con facilidad suma, y no bien se había puesto fuego a un campo cuando las llamas se extendían a enorme distancia. La pasión de quemar era tan grande entre estas tropas, que apenas salíamos de las chozas en que habíamos pasado la noche, ya ardían».
La política represiva adoptada por los mandos franceses al tratar de poner fin a la resistencia condujeron a la reiteración de toda serie de violencias en las que muy pronto se encontraron inmersos ambos bandos, provocando un cúmulo de crueldades más que suficientes para alimentar permanentemente el odio español a los franceses y la decisiva beligerancia universal de los españoles. «Nuestros generales -dirá Miot de Mélito- creyeron apagar en su origen el alzamiento por medio de rigores y ejecuciones militares. Pueblos, ciudades como Torquemada y Cuenca, fueron entregadas a las llamas o al saqueo. Este medio terrible, en vez de amedrentar, aumentó el furor». Rocca describe los términos contrapuestos de esta situación: «La general animosidad se acrecentaba por las vejaciones que los franceses hacían sufrir; desgracias por las que se sometían otras naciones mirándolas como inevitables efectos de guerra, para los españoles eran nuevos motivos de irritación y de odio; y para satisfacer su resentimiento usaban, según la ocasión, o de la mayor energía o del disimulo cuando comprendían que eran los más débiles. Como buitres ávidos de la presa iban siguiendo a las columnas para degollar a los soldados que, por las retiradas o por el cansancio, se quedaban un poco atrás de sus camaradas».
Represión y reacción
Todas las descripciones literarias resultan pálidas ante el testimonio gráfico que nos ha dejado Goya de la terrible e íntima conexión entre represión y reacción. «Los fusilamientos de la montaña del Príncipe Pío» testimonia cumplidamente la política represiva, y la alucinante serie de «Los desastres de la guerra» constituye la explicación más convincente del porqué de la pervivencia y generalización de una conciencia beligerante. La creación y el mantenimiento del clima bélico encuentra en la represión y la violencia practicada por el enemigo los supuestos necesarios para su pervivencia, supuestos que hubieron, sin embargo, de ser aprovechados mediante una adecuada propaganda política que, utilizando aquellos como argumentos, es, sin duda, la más importante actividad que el clero español prestó en los años de la guerra. Sus desaforados sermones y escritos, habitualmente tan mal interpretados, en los que llegaron a afirmar que los franceses no eran seres humanos y, por lo tanto, asesinarlos no constituía ni delito ni pecado, resultan por lo remoto un sorprendente servicio de utilización de la propaganda al servicio de una causa política.
- Título del libro: «La guerra de la Independencia».
- Autor: Miguel Artola.
- Edita: Espasa.
- Sinopsis: Entre 1808 y 1814 se vivió un conflicto armado entre España y las fuerzas del Primer Imperio Francés. La dispersión de las tropas españolas dio origen a las guerrillas que tuvieron el apoyo de un pueblo especialmente beligerante con los ocupantes a lo que siguió una política represiva por parte de los galos. El autor hace un análisis pormenorizado de la evolución de la guerra.
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