Historia

Barcelona

Los artistas vulnerables

«Era una simple e inagotable voracidad de vida». Así describe el escritor y columnista Sabino Méndez la experiencia con las drogas de toda una generación de músicos que llegaron a la cima en los ochenta

Sabino Méndez (a la izquierda) junto a Loquillo, fotografiados en 1988 en Barcelona
Sabino Méndez (a la izquierda) junto a Loquillo, fotografiados en 1988 en Barcelonalarazon

La muerte temprana de Antonio Vega (51 años), acaecida esta semana, actualiza temas que sobrevuelan eternamente las relaciones entre vida y arte. ¿El desorden de los sentidos puede ser un camino de conocimiento artístico? ¿Viaja siempre asociado el deterioro de la salud con el desprendimiento de las cosas mundanas que exige la abstracción artística? En un mundo sobresaturado de respuestas (ofrecidas por los anuncios televisivos) supongo que el lector agradecerá algunas preguntas. Ha sido el rock el género artístico que ha concentrado en los últimos años las historias más frecuentes y efectistas de artistas que someten su vida a verdaderos extremos drásticos. Pero lo único que ha hecho el rock ha sido dar cobijo a una tradición de comportamientos que datan de siglos. El jazz no fue menos que el rock en ese inventario de desórdenes de la conciencia y vidas heterodoxas. Los poetas simbolistas y decadentistas acumularon ya en el siglo XIX un bonito muestrario de extravagancias civiles, desde pasearse por el Palais Royal llevando de una correa a una langosta como si fuera una mascota, hasta el eterno asunto del consumo de estupefacientes. No podemos ignorar los paraísos artificiales de Baudelarie, el comedor de opio de Thomas de Quincey o, antes, el láudano de Coleridge. Están ahí, nos gusten o no. ¿Encuentra el artista en las drogas una alteración de sus facultades perceptivas de la cual extrae rendimiento productivo? ¿Explican esa urgencia de obtener rendimientos artísticos los comportamientos autodestructivos?Tiempos durosBien, yo sólo puedo hablar de lo que viví. Cierto es que, en mi generación, muchos teníamos una precipitada idea, hija del punk, de que no valía mucho la pena vivir más allá de los treinta años. Hay que entender que era una juventud que nos llegaba en plena crisis económica, con todos los puestos a los que hubiéramos querido optar ya ocupados, con un muro separando Europa que desmentía todos los sueños de utopía y libertad y con la amenaza de la guerra nuclear y el botón rojo sobre nuestras cabezas. Si soportarlo jóvenes ya se nos hacía duro, no queríamos ni pensar lo que sería tener que tragar con ese panorama envejecidos. Aprendimos con la madurez que los muros también caen y que, con cintura y astucia, se pueden encontrar otros caminos; aunque ese descubrimiento para muchos llegó, ya, demasiado tarde. Ahora bien, niego en todos los sentidos que hubiera ningún objetivo de autodestrucción en nuestras polémicas conductas. Es todo mucho más sencillo: era una simple e inagotable voracidad de vida, voracidad imprudente, como siempre resulta en los más jóvenes. Lo más rápido posibleQueríamos probarlo todo, al máximo y lo más rápido posible antes de que Reagan o Breznev nos hiciera volar por los aires apretando el botón rojo. Sencillamente, nos faltaba tiempo para todo lo que queríamos hacer. No caímos por eso en la ingenuidad de pensar que las sustancias tóxicas iban a mejorar nuestra percepción artística. Las consumíamos simplemente para calmar la ansiedad y el miedo que esa urgencia provocaba. La cocaína les permitía a unos euforizarse para resistir los obstáculos. La heroína les permitía a otros sedarse y trabajar tranquilos, ignorando las presiones de la industria y el entorno. El hachís eliminaba a los de más allá el enervamiento que, con tantas circunstancias en contra, les hubiera imposibilitado negociar coherentemente su arte. Y así fue pasando la transición, mientras iba creciendo la lista de los que se dejaban la piel y la salud (Canito, Eduardo Benavente, Ulises Montero, Eduardo y Eugenio Haro Ibars, Enrique Urquijo, Carlos Berlanga, Poch, Quico Rivas, y, ahora, Antonio Vega), todos ellos, no lo duden, víctimas de su voracidad de vida, de una vida a su medida. Nunca perdimos de vista que a pesar de las obras muy dignas que consiguieron De Quincey o Burroughs, ninguno de los defensores de las puertas de la percepción terminó consiguiendo una verdadera «masterpiece» de esas que iluminan los siglos venideros. Quizá sólo Baudelaire y Coleridge anduvieron cerca. Pero es que (tal como decía el escritor húngaro Vicinkzey para explicar por qué había dejado de beber, de fumar y de drogarse) descubrimos que conseguir una obra maestra era una tarea tan difícil que, para intentarla, íbamos a necesitar todo nuestro cerebro y salud íntegros. Sólo con imaginaciónEl resto era sólo vulnerabilidad y ansiedad cotidiana. La calmábamos con esas diversiones salvajes. Con esas apuestas de riesgo. Puede que siempre haya sido así, o al menos para nosotros era sólo eso. No quisimos hacer el ridículo como aquel estudioso de Nabokov que creyó ver en sus imágenes inequívocos rastros de drogas lisérgicas. Airado, el hijo de Nabokov le recordó que su padre jamás había tenido conocimiento de esas sustancias y que lo que tenía era una imaginación de tal poderío y chispeo intelectual que el pobre estudioso sólo podía conseguir un pobre vislumbre de ella cuando se atiborraba de drogas.No creo que Antonio Vega hubiera cambiado gran cosa su obra artística de haber llevado otro tipo de vida civil. La sensibilidad personal es intransferible. Era tímido, lo cual no quiere decir cobarde, y era vulnerable, lo cual tampoco significa frágil. Siempre me ha caído bien la timidez, porque para mí indica tres cosas: sensibilidad, respeto hacia los demás y gusto por los acercamientos lentos. Las características del artista vulnerable.