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Un gran plan para recuperar la «alta cultura»
Evidentemente, no hace falta echar mano del revólver, como alardeaba sin complejos Goebbels, para albergar ciertas sospechas frente al inmoderado uso del valor «cultura» como nuevo fetiche propagandístico. Entiéndaseme: con todo lo que ha llovido, desde la indudable connivencia de la cultura con los poderes de turno o al, siendo más dramáticos, célebre «dictum» de Adorno sobre la imposibilidad de la poesía tras Auschwitz, hay razones más que suficientes para desconfiar en principio de la cultura como gran panacea de nuestros males o, al menos, relativizar su poderosa y seductora aura. Sobre todo porque quizá la cultura sea algo demasiado importante para dejársela a sus enemigos… o a sus amigos.
Como los investigadores han mostrado, la raíz latina de la palabra es «colere», expresión que abarca desde el cultivo de la tierra para hacerla fértil a la protección o salvaguardia de un territorio delimitado. En sus «Tusculanae Disputationes» Cicerón se hace eco de este significado cuando compara el proceder cultural con la siembra y cultivo de los campos. Significativamente este significado de cultura como educación, formación, desarrollo o perfeccionamiento de las facultades intelectuales y morales del hombre ya recoge el matiz de la humanización en oposición al mundo natural o animal.
El arte educativo
Muy ligado a este «cultivo de labranza» se encuentra el concepto griego de «paideía». En su libro homónimo, Werner Jaeger desglosó minuciosamente las características de este arte educativo en el mundo antiguo. La Antigüedad griega valoraba la educación, ligada a las buenas artes (la poesía, la elocuencia, la filosofía), como una actitud indistinguible del ocio y, por ello, diferente –aunque también, no se engañaban, muy dependiente– de las labores del esclavo, sumido en la necesidad y el trabajo manual. Toda esta concepción será ensalzada posteriormente por el Humanismo renacentista, pero también servirá de modelo sobre el que se forjará el ideal de «Bildung» alemán: la cultura respetuosa con la totalidad armónica.
Sin embargo, es también a partir del idealismo cuando el término «cultura» también adquiere un importante valor popular, muy ligado a la emergencia del nacionalismo y al concepto de «Volkgeist». Como reacción frente al universalismo de la Ilustración, autores afiliados en mayor o menor medida a la tradición romántica, como J. G. Herder (1744-1803), abogarán críticamente por un sentido orgánico de la cultura y plantearán las bases para el desarrollo del relativismo cultural que hoy es moneda de cambio; lo importante ahora será utilizar un concepto plural de aquélla, así como defender lo particular e individual frente a las imperialistas abstracciones universalistas del cosmopolitismo ilustrado (¿les suena la cantinela?).
Refugio nacionalista
Por todo ello, no es extraño que autores como Gustavo Bueno hayan considerado a Herder el padre de la nueva idea metafísica y objetiva –esto es, nacionalista y no únicamente relativa al cultivo subjetivo del individuo– de cultura. Según el filósofo español, «en la medida en que [Herder] traslada la idea de cultura precisamente al momento mismo de la génesis espiritual del hombre, entendida como un proceso que tiene lugar a escala de los diversos pueblos, y no al momento de la génesis del individuo subjetivo, está configurando la idea objetiva de cultura como formadora del hombre o, si se prefiere, la idea del hombre como "animal cultural"».
Es justo este «culturalismo» el que hoy, en versión más sofisticada, posmoderna, multicultural, busca deslegitimar cualquier horizonte no identitario bajo la coartada de la imposibilidad de diferenciar lo natural de lo artificial. La paradoja de este nacionalismo culturalista radica en que tiende a desestimar lo natural al mismo tiempo que en secreto lo reproduce. Es decir: si todo es realmente cultura, entonces la cultura desempeña exactamente el mismo papel que la naturaleza, a la postre algo igual de natural, no transformable; otro fetiche, en suma. Como ha afirmado Terry Eagleton, de quien recojo esta reflexión, «sostener que somos criaturas completamente culturales es como convertir la cultura en algo absoluto con una mano, mientras que con la otra se relativiza el mundo».
Es en este telón de fondo en el que la cultura se entiende exclusivamente como tesoro tradicional u orgullo nacionalista donde debe analizarse detenidamente la curiosa, por sugerentemente ilustrada, medida del Departamento de la Infancia, Escuela y Familia del gobierno británico.
Este proyecto no sólo incluye en su nuevo «Plan para la Infancia» una curiosa y muy comentada novedad, la de que cada niño tendrá acceso a la semana como mínimo a cinco horas de «alta cultura», sino que se compromete a promover «de hecho» sus condiciones materiales, a saber, los fondos presupuestarios, para que esta bienintencionada idea logre concretarse.
Ciertamente, está por ver qué se entiende aquí por «alta cultura» o qué contenidos se impartirán, pero no puede dejar de saludarse en principio esta intempestiva iniciativa por antiposmoderna.
Dicho esto, tampoco puede pasarse por alto que la apuesta unilateral por la «alta cultura» o, mejor dicho, el problema pedagógico de su transmisión nos lleva a otras cuestiones no menos interesantes. Por ejemplo, hay que tener muy en cuenta que este modelo va ligado a la influencia histórica del humanismo estético burgués. Por medio de su análisis de la tendencia al «juego» o enfatizando el despliegue total de las capacidades creativas del ser humano en libertad, Schiller, por ejemplo, dibujó los perfiles del hombre nuevo autorrealizado, modelo sobre el que, desde distintas posiciones políticas, ha girado gran parte de la tradición emancipatoria contemporánea.
En la trinchera
Si la izquierda, desde el joven Marx al pensamiento sesentayochista, partió de este planteamiento para criticar la división del trabajo en el capitalismo, el pensamiento conservador hizo de él una trinchera para defenderse de la creciente banalización de las masas. Es aquí donde el diagnóstico de Ortega brilla especialmente. Sin embargo, ¿hasta qué punto ese ideal estético de «alta cultura» es aún viable en un mundo actual en el que la técnica ha impuesto un modelo de sensibilidad inédito y, en definitiva, un nuevo marco antropológico?
A propósito de esta cuestión Walter Benjamin, quien en cierto momento aseguró que todo documento cultural pendía de un resto de barbarie, habló de la «pobreza» de la experiencia del mundo contemporáneo. Una nueva pobreza ligada a la implantación de unos nuevos hábitos perceptivos (inmediatez, actualidad, pérdida de distancia) muy alejados de la metabolización cultural tradicional, basada en el Libro.
Lo interesante de esta posición radica justo en su tentativa de hacer frente a esta «pobreza» replanteando la cuestión de la transmisibilidad de los valores culturales. Es decir, tal vez lo importante hoy no sea tanto el problema clásico de la sensibilidad justa, el entrenar los ojos para admirar la belleza, sino el poder simplemente abrirlos y desanestesiar nuestra mirada.
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