Museos

Un Guggenheim tropical

 El mecenas Bernardo Paz pone el dinero y el espacio. Y los artistas producen sus obras sobre el terreno. Un lugar único en un país excesivo.

La Razón
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Si alguien puede imaginar el paraíso en la tierra, probablemente no sería muy distinto a lo que se puede ver en Inhotim, un pedazo de bosque salvaje a ochenta kilómetros de Belo Horizonte, capital del estado brasileño de Minas Gerais, donde se funden naturaleza y arte con las mismas dosis de armonía y de espectáculo, un escenario exuberante, caprichoso, de una belleza calculada al milímetro. El Centro de Arte Contemporáneo Inhotim nació para acoger una fabulosa colección privada, compuesta por 450 obras de artistas brasileños e internacionales de primera fila que va desde los años setenta hasta la actualidad. Expuestas al público sólo hay 80 piezas de gran tamaño, diseminadas en una especie de edén en el que no faltan especies vegetales tropicales de Brasil y de otros países.

En Inhotim trabajan a diario 350 personas (cincuenta son jardineros) en un terreno de dimensiones inabarcables, donde se erigen siete pabellones, cuatro albergan instalaciones y esculturas fijas y el resto son para exposiciones temporales. En Inhotim los artistas crean obras específicas para el lugar, seducidos por las posibilidades de un espacio idílico y exótico. A los siete pabellones existentes se unirán dentro de unos meses dos más, proyectados para acoger la obra de Adriana Varejão y Doris Salcedo, la artista que ha abierto una polémica grieta en el suelo de la Tate Modern.

Probablemente estamos ante el mayor museo del mundo al aire libre dedicado a la creación contemporánea, un santuario a lo grande que sólo parece posible en un país excesivo como Brasil. El artífice, claro, no es un hombre cualquiera. Posee una de las fortunas más grandes de la nación. Dueño y señor de yacimientos mineros, mecenas de artistas, filántropo con aspecto de hippie, Bernardo Paz, de 58 años, comenzó a coleccionar arte moderno brasileño en los ochenta, hasta que un buen día decidió vender su tesoro para entregarse de lleno a la adquisición de obras contemporáneas.

Eso fue en 1998. Empezó con trabajos de Tunga, Vik Muniz, Cildo Meireles (expondrá en la Tate Modern el próximo año), Hélio Oiticica, Ernesto Neto, Olafur Eliasson, Zhang Huan, Paul McCarthy, Larry Clark, Adriana Varejão, y así hasta 80 artistas, de los cuales la mitad son brasileños.

Paz –uno de los protagonistas del libro editado por Taschen sobre coleccionistas– no compra en ferias ni subastas, huele a dinero en exceso. Él es el imán. O mejor dicho, el imán es su hacienda, donde los artistas producen y montan sus instalaciones sobre el terreno. A todos ellos les mima sin límites. Se los lleva a Inhotim, les muestra el espacio y termina creando un clima de complicidad a partir del cual se pueden crear obras ambiciosas que serían imposibles en términos de escala o de ambición conceptual. Así es como ha ido cambiando el paisaje del museo en los últimos años, como un «work in progress». El equipo de conservadores que le asesora ya está trabajando sobre nuevos proyectos de Pipilotti Rist, Matthew Barney, Miguel Rio Branco y de nuevo, Olafur Eliasson, otro de los nombres bendecidos en la catedral del arte actual, la Tate Modern de Londres.

Inhotim abrió sus puertas en 2004. En realidad, en esa fecha sólo se podía acceder a sus instalaciones mediante invitación. Dos años más tarde, después de las críticas que lo tachaban de elitista, el espacio se hizo carne para el común de los mortales. El recinto –ocupa 600 hectáreas, de las que 40 están ajardinadas, el resto es bosque virgen– se erigió según el diseño del famoso paisajista Roberto Burle Marx en los setenta y ochenta. Bernardo Paz, que recibió la hacienda en herencia, vivió aquí durante una época. Ahora ya no es su casa, es su museo, una gran obra de arte en sí misma. Con su amigo Burle Marx planificó cuatro lagos artificiales y comenzó a recopilar especies botánicas raras hasta reunir un catálogo de 1.800 plantas diferentes (la pata de elefante es el árbol mejor representado) que hoy día sirve de laboratorio y lugar de estudio para científicos de todo el mundo. Es también el refugio de cientos de aves y especias acuáticas.

Un infierno lleva al paraíso

Brasil es un país de fuertes contrastes. Y la experiencia de Inhotim (su traducción sería la hacienda del señor Tim, en referencia al terrateniente norteamericano que poseía este terreno) no es una excepción. Al paraíso se llega por una carretera que emana postales de pobreza propias de un lugar del Tercer Mundo, un paisaje de favelas rurales y de niños alegres que atropellan al turista con la mirada extraviada y la mano tendida. Abre sólo de jueves a domingo y recibe una media de 2.000 visitas a la semana. El precio, unos cuatro euros. Hay quien sueña con que Inhotim aporte al lugar el empuje turístico que dio el Guggenheim de Bilbao a esta ciudad.

¿Cómo se financia una estructura faraónica en un país donde las ayudas públicas son mínimas y el arte no es una prioridad en la agenda social? Bernardo Paz quiere buscar patrocinio de empresas privadas, pero hasta que logre su objetivo, él seguirá soltando el dinero necesario para levantar nuevos pabellones. «Coleccionar arte no está bien visto en un país donde hay tanta pobreza», nos cuenta el mecenas en la terraza del restaurante de Inhotim. Junto con el octogenario Gilberto Chateaubriand, Paz es uno de los mayores coleccionistas de arte contemporáneo del país, una pasión que se verá recompensada en la próxima edición de Arco, donde se le hará entrega de un premio por su labor de coleccionista.

Un hombre con una misión

Es un visionario y como tal está convencido de que tiene una misión: «El arte moderno es el que se cuelga en las paredes; eso no me interesa. Para estar cerca del pueblo hace falta que exista una interacción entre el público y la obra de arte, y eso no se produce con el arte del pasado, sino con el arte del presente».

La labor educativa es uno de los motores del engranaje. Visitas guiadas para colegios, talleres que se ocupan de la formación de profesores, un lugar concebido como punto de encuentro y de discusión entre especialistas de arte de todo el mundo. Uno de los edificios que se están construyendo será un gran aulario destinado a la divulgación científica. Cuando todo esté acabado, a lo mejor Inhotim se convierte en la ciudad de Dios.