Roma
Vicente Ferrer deja huérfanos a miles de «intocables»
La voz empezó a correr ayer de madrugada en la localidad de Anantapur, se fue extendiendo rápidamente por la región de Andhra Pradesh y, poco después del amanecer, el clamor ya resonaba en toda la India. Miles de personas iniciaban el peregrinaje para despedirse de Vicente Ferrer, ex jesuita y misionero español que empezó repartiendo sacos de trigo a los desheredados hace más de medio siglo y ha acabado revolucionando el concepto de ayuda humanitaria, sacando de la absoluta miseria a más de dos millones de personas y levantando en medio al secarral más desolado de la India una comunidad que, poco a poco y con todas las dificultades, sale adelante y prospera. «Están viniendo ríos y ríos de gente. Es increíble. Ha llegado la noticia y vienen de todos los pueblos, y aldeas de todos los sitios, para despedirse», narraban ayer por teléfono dos veteranas cooperantes españolas en Anantapur.
Tal y como dictaba la voluntad del fallecido, la familia ha habilitado una capilla ardiente, un salón de actos donde todo aquel que quiera puede dar el último adiós en persona. Ferrer, que siempre buscó el contacto en vida, pasó también sus últimas horas arropado por un pueblo que desde hace tiempo le reserva un hueco en el parque mitológico de sus innumerables divinidades. «Para ellos es como un dios, alguien que les ha traído cosas que ni siquiera podían imaginar que estaban a su alcance, como una casa. Muchos tienen su foto en casa, junto a las de sus dioses», explican. Rodeado de los suyos Su figura nervuda e inquieta de santón hiperactivo se apagó a la 01:15 del viernes (hora española), a los 89 años de edad y a causa de los problemas respiratorios y de un estado de salud muy deteriorado desde la embolia que sufrió en marzo.
En el lecho de muerte le acompañaron su mujer, sus hijos y algunos miembros de la fundación humanitaria que fundó y presidía. Por su propia voluntad, será enterrado en suelo indio, cerca de donde ha pasado los últimos 40 años ayudando a aquellos por los que nunca nadie se había interesado. Como otros católicos antes que él, el español decidió centrar sus esfuerzos en los «dalit» o «sin casta», aquellos indios marginados en lo más bajo de la jerarquía social y quienes, por no tener, no tienen ni siquiera una casta con la que identificarse. Se les llama también «intocables» porque están considerados «impuros» y el simple contacto con ellos puede «ensuciar» a los miembros de las castas superiores.
La ortodoxia hinduista los juzga menos dignos de respeto que a muchos animales y no pueden ni siquiera dedicarse a la limpieza, ni a la servidumbre, siendo su única ocupación permitida la mendicidad, la limpieza de letrinas o la recolección de basura. Dejando la evangelización en un segundo plano, Vicente Ferrer se empeñó en convencerlos de que tenían una dignidad que defender y muchos más derechos que los otorgados por el sistema de castas, lo que al inicio le causó no pocos problemas con las autoridades indias. Con el tiempo, gigantescos sacrificios y el respaldo de una amplia y creciente red de donantes, el filántropo catalán consiguió levantar en medio de la nada unas 39.000 viviendas, 14 clínicas rurales, más de 1.500 escuelas, sistemas de regadío, embalses, 135.000 niños apadrinados y un largo etcétera de servicios asistenciales de los que se han beneficiado directamente en torno a dos millones de personas.
Sus logros se entienden mejor desde la perspectiva de una comunidad que ve cómo se va pasando de la mera supervivencia al trabajo organizado y los pozos con agua potable, de ahí a la asistencia médica, la educación para los niños, las pensiones para minusválidos, la concesión de microcréditos para las mujeres que deciden embarcarse en proyectos o negocios, los paneles solares para producir energía limpia y una espiral de mejoras que han acabado mandando a la universidad a muchos de aquellos niños descalzos que estaban destinados a pasar el resto de la vida embarrados al sol, esperando que una sequía más severa de lo normal se los llevase por delante. «Queda mucho por hacer, que nadie se olvide», recuerdan los cooperantes de Ferrer en India, que prefieren hablar de los logros conseguidos y los retos por alcanzar antes que glosar al desaparecido. «La pérdida es inmensa, pero tenemos incluso más fuerza que antes para seguir trabajando», insisten.
Ferrer, que nunca acató del todo la disciplina marcada desde Roma y acabó siendo expulsado de la Compañía de Jesús después de casarse con Anna Perry (una periodista británica 26 años más joven que él) siguió ejerciendo toda su vida de «misionero humanista», con una particular vocación que ha servido para levantar un imperio que ahora heredarán sus hijos y sus colaboradores.
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