Guatemala

Cambray, un pueblo fantasma

El fin del mundo llegó hace un año a este asentamiento cercano a la capital de Guatemala.

El Cambray II, un lugar que no existe desde que hace un año la montaña sepultara sus casas.
El Cambray II, un lugar que no existe desde que hace un año la montaña sepultara sus casas.larazon

El fin del mundo llegó hace un año a este asentamiento cercano a la capital de Guatemala.

El Cambray II, un lugar que no existe desde que hace un año la montaña sepultara sus casas y sus habitantes, es hoy un paisaje distópico trazado por los deberes de Dorli, las historias de don Samuel y las cajas polvorientas de Pepsi olvidadas en la trastienda del "Regalito de Dios".

Cuando el fin del mundo llegó a este asentamiento cercano a la capital de Guatemala enclavado entre montañas selváticas que resisten el envite del hormigón que acecha desde la capital, don Samuel ni siquiera había llegado a casa. Su mujer, Teresa, estaba orando. Rezando para que llegara sano y salvo. Informa Pablo L. Orosa/Efe.

Así fue como la encontró, nueve días después del alud, cuando a don Samuel ya le dolían tanto los brazos que era incapaz de dejar de excavar.

"Fueron los peores días de mi vida", recuerda a Efe mientras traza sobre la tierra arcillosa los límites de lo que un día fue su hogar.

Allí donde encontró también a su hija Wendy, a la que le

quedaban meses para graduarse como enfermera, y al pequeño Kevin, cuyo cuerpecito de 3 años fue el único que recuperó intacto: estaba sobre una alfombra. Probablemente el derrumbe que hace un año se llevó 280 vidas y dejó 70 desaparecidos lo sorprendió viendo la televisión.

A Jacqueline Jasmine, la estrella de la casa, la que daba nombre a la tienda de verduras que regentaba su madre, tardó don Samuel dos días más en encontrarla: era un lunes y habían pasado ya 11 días de la tragedia. Su teléfono era el único que daba señal cuando don Samuel llegó. Pero nadie respondió jamás.

"Todo se junta sabe, la gente aquí salía temprano a trabajar y cuando la montaña se vino muchos no tenían carga en el teléfono", relata David Alejandro Ordoñez con los ojos enrojecidos de tanto recordar, perdidos en el cauce abrupto del río Pinula, que arrastra a su paso lo que queda de El Cambray II.

Sobre los restos de lo que fue su habitación, en un segundo piso de una vivienda enlosada apenas a unos metros del río, están todavía los cuadernos de Educación para el Hogar de Dorli. Abajo, en la cocina, una cartulina gigante repasa las tablas de multiplicar.

Otros como Dorli perdieron la vida aquel día. En el colegio de Las Margaritas grabaron los nombres de Heyson Sánchez y Marielos Sánchez, de 12 y 9 años, respectivamente. Estos días los alumnos del pueblo no van a clase.

El "Regalito de Dios", la abarrotería de doña Carmen, se asoma también sobre el río. El mostrador en el que un día había galletas, pastas y granos de arroz sólo lo ocupa hoy el polvo. En la trastienda hay una casita de muñecas, dos cajas de Pepsi vacías y un osito de peluche.

"Aquí venía la gente a comprar", afirma don Samuel, mientras golpea con sus dedos menudos el portalón por el que merodea una jauría de perros.

"No hay nadie", responde doña Carmen desde la sombra que da entrada a la casa.

A doña Carmen no le gusta demasiado hablar. O puede que haya perdido el gusto por hacerlo. Desde hace meses es una de las pocas personas, quizás la única, que todavía reside en lo que otrora era un bullicioso asentamiento. Por donde correteaban los hijos de David Alejandro Ordoñez. Y la familia de don Samuel.

"No podemos obligarla a irse", explica Minor Pérez, uno de los agentes que vigila el asentamiento. A doña Carmen han intentado convencerla todos. Sus vecinos, sus dos hijos. Pero ella no se quiere ir de una zona declarada inhabitable. Tampoco tiene a dónde. La del Cambray II era gente humilde. De esa que no puede permitirse otro hogar.

Cada mañana, centenares de sus residentes ascendían la empinada cuesta que separa el valle de los lujos acristalados de la ciudad para ir a trabajar: algunos comerciaban, otras limpiaban. Algunos no volvían hasta la noche. Esos fueron los que se salvaron.

"De la casa de mis suegros no sobrevivió nadie", rememora David Alejandro. Nueve personas a las que aún hoy no ha aprendido a olvidar.

"No son las cosas materiales, es a la familia a la que se extraña". Arriba, en el pueblo, todo es distinto: "No hay la comunidad que había aquí". La gente no se conoce por el nombre. Ni sabe quien es doña Carmen.

A don Samuel el fin del mundo le sorprendió caminando. Su turno en la farmacia acababa de terminar cuando distinguió a una multitud agolpada sobre el cerro: "No bajes mihijo, no bajes".

"Cuando llegué todo estaba oscuro. Los bomberos empezaron a sacar a la gente desde la una de la madrugada, pero yo seguí excavando, buscando a mi familia". Cuando la encontró, fue consciente de que la había perdido para siempre.