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Kayla y Brian: la guerra de Irak en casa

Se conocieron en 2003 en un puesto militar de una remota montaña iraquí, pero Kayla Williams y Brian McGough nunca pensaron que la guerra entraría con tanta dureza en su nuevo hogar.

Se conocieron en 2003 en un puesto militar de una remota montaña iraquí, pero Kayla Williams y Brian McGough nunca pensaron que la guerra entraría con tanta dureza en su nuevo hogar, a través del insomnio, el alcoholismo, brotes violentos y el estrés postraumático.

"Estábamos increíblemente bien preparados para la guerra, pero no lo estábamos para las secuelas. No había un plan para el después", explica a Efe Kayla Williams, de 37 años, en Austin (EEUU), donde presenta un libro en el que explica su largo después de la Guerra de Irak.

"Brian y yo no nos conocimos en un lugar romántico, no podíamos organizar una cita o salir a cenar, únicamente hablábamos, pero yo me sentía muy atraída por él y le dije que me gustaría conocerle mejor", recuerda.

"Tendremos mucho tiempo al volver a casa", le respondió él, sin imaginarse que esa frase se les volvería en contra y se convertiría en el título de un libro sobre las consecuencias de la guerra en su matrimonio, su salud y su vida.

"Plenty of Time When We Get Home", publicada este mes en EEUU, es la segunda obra de Williams, que fue intérprete de árabe en el Ejército estadounidense y escribió en 2005 "Love My Rifle More than You"(Quiero a mi fusil más que a ti), sus memorias como mujer militar en Irak y que fueron editadas en varios países.

Sin embargo, mientras Kayla recorría auditorios y platós de televisión hablando del libro, la pareja empezó a experimentar algo sin nombre que no habían previsto.

A ella le costaba no estar "atenta a cualquier amenaza para contestar violentamente", no indignarse ante un atasco de tráfico, le costaba reprimirse cuando algo no estaba simétricamente ordenado o entrar a unos grandes almacenes.

En Irak, su experiencia fue muy diferente a la de la mayoría de soldados: "Cuando se va a la guerra, para matar al enemigo, tienes que deshumanizarlo, no verlo como el hijo de una madre. Pero hablando su idioma, me veía forzada a verlos siempre como personas".

La vuelta de él, sargento en Irak, herido en el cerebro por metralla, fue más complicada todavía y hoy sufre, de vez en cuando, depresiones, dolores de cabeza y cambios de humor.

Al volver, Brian se fundía el sueldo en un par de días, se olvidaba de pagar las facturas, no aguantaba más de veinte minutos de película con subtítulos y llegaría a estar seis años sin poder acabar un libro.

Kayla, en proceso de recuperación, veía cómo su marido se pasaba las noches delante del televisor, bebía mucho, cambiaba de humor, le gritaba y una noche llegó a apuntarla con una pistola. Hasta que tuvieron el diagnóstico definitivo.

A diferencia de la primera evaluación del Ejército, el Departamento de Asuntos de los Veteranos en 2006 le diagnosticó una incapacitación del 100 % por culpa de un trastorno por estrés postraumático.

"Usted tiene problemas con la autoridad, la interacción con los otros y la gestión de su ira. Sufre pesadillas, flashbacks, exceso de bebida, pensamientos intrusivos, hipervigilancia, ataques de ansiedad, pérdidas de memoria y reducción de libido y apetito", se detallaba en el informe médico.

En un país en el que unos 2,4 millones de jóvenes sirvieron en las guerras de Irak y Afganistán, unos 256.820 militares han recibido un diagnóstico de estrés postraumático, según el Departamento de Asuntos de los Veteranos.

La exmilitar, residente en Virginia, cree que los veteranos de Irak y Afganistán deben encontrar nuevos escapes para su mentalidad forjada en el ejército.

Kayla se convirtió así en una activista para ayudar a los veteranos, Brian se hizo bombero voluntario para reconducir sus impulsos y otros excombatientes confían en sesiones regulares de deportes extremos.

Y, tras años de dudas y problemas para concebir, Brian y Kayla fueron padres, mejoraron su relación y ella, que casi no lloraba desde Irak, un día derramó lagrimones al ver jugar a sus dos hijos.

"Fue la primera vez en los ocho años desde la vuelta que me sentí vulnerable, tuve miedo de perder a mis hijos, de no verlos más, de preguntarme qué harían sin mí". Pensó, humanamente, que no quería morir.