Pobreza
La agonía del pueblo Wayú
Viven en La Guajira, un desierto duro y pobre junto a la frontera con Venezuela. El olvido de las autoridades ha puesto a esta etnia indígena en peligro de extinción
Viven en La Guajira, un desierto duro y pobre junto a la frontera con Venezuela. El olvido de las autoridades ha puesto a esta etnia indígena en peligro de extinción.
César tiene diez años, pero aparenta cinco. Balbucea y apenas abre los ojos cuando acercamos la cámara. Su madre, Yeira, es una mujer indígena de la etnia wayú. Ya perdió a uno de sus hijos y tan sólo espera que la historia no se repita. Es complicado moverse en este desierto, la llanura del hambre, donde viven o sobreviven los «hombres de arena», indígenas entre dos mundos: Colombia y Venezuela. Es una zona árida, salvaje, dura, pero es su tierra. Allí habitan desde antes de que los conquistadores españoles llegaran y los definieran como los «indios bravos». Ellos odian que los llamen indios. Son indígenas.
Cuesta entrar en el «rancho», antes hay que hablar con las autoridades. Cada comunidad tiene sus líderes. Ellos aparecen con su bastón de mando. Uno muestra pleitesía, respeto. Autorizan que podamos proseguir con este reportaje. Yeira no habla mucho. No inhala frases, palabras en su idioma originario, sentimos desdén, sabe que nuestra presencia no cambiará nada.
«A mi hijo no lo tratan los doctores, cada vez que llegamos al centro de atención, que está muy lejos, nos dicen que César ya es mayor, que superó los cinco años, que no lo pueden atender», afirma con impotencia. «Nos falta leche, harina, alimentos básicos; sin eso los primeros meses se hacen duros. Si yo no me alimento no puedo amamantar a mis hijos», agrega.
La historia se repite, rancho tras rancho, comunidad tras comunidad. Nos movemos en moto. Al lado sobrevuela una avioneta que trabaja para la nueva serie sobre El Chapo, el narco mexicano. Eligieron este reino inhóspito para grabar, un lugar salvaje y barato.
Nadie recuerda cuándo comenzaron los problemas, pero todos afirman que vienen de mucho antes. La comunidad wayú, que habita un territorio entre dos países de 27.000 kilómetros cuadrados, donde se desdibujan las fronteras entre Colombia y Venezuela, ha sido víctima durante más de medio siglo del abandono estatal y los embates de una guerra que aún no termina de extinguirse en territorio neogranadino.
La zona, de vegetación xerófila y temperaturas desérticas que pueden rondar los 40 grados, cuenta con escasos recursos hídricos y unas condiciones naturales que dificultan el suministro del vital líquido a la etnia, conformada por más de 600.000 personas. En los últimos gobiernos, tanto el de Álvaro Uribe como el de Juan Manuel Santos, la situación se ha agravado con el otorgamiento de concesiones mineras a transnacionales que han restringido el ya complicado acceso al agua en la región.
El resultado ha sido devastador. En 2015, por ejemplo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) dictó una medida cautelar para proteger a la población wayú, después de que se reportara la muerte de 4.440 niños por desnutrición. Otras organizaciones como Fucai, socio local de Manos Unidas, hablan de 14.000 fallecidos. La directora de Fucai, Ruth Chaparro, ha advertido de que los indígenas wayú están «al borde de la extinción». La CIDH ha ordenado a Colombia y Venezuela adoptar medidas cautelares al considerar que «la vida e integridad personal» de esta comunidad «están en riesgo en vista de la falta de acceso a agua potable».
«Esto fue el año pasado y todavía no se ven los resultados», relata Chaparro. «Los niños siguen muriendo», lamenta. «La semana pasada, sin ir más lejos, un niño y una niña de entre uno y dos años fallecieron por problemas asociados a la desnutrición», añade.
La extrema sequía que sufre el territorio ha recrudecido la situación de los wayú, pero también hay responsables. El Gobierno colombiano mira hacia otro lado. Su presidente, Juan Manuel Santos, se encuentra inmerso en otra batalla: los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC y el desarme. Del otro lado, Venezuela, donde tras la muerte de Hugo Chávez se dejó de subsidiar los alimentos, así que muchos habitantes cruzaron la frontera. Un éxodo del hambre hacia la nada. La población se ha quintuplicado en un área donde apenas hay comida y agua.
Los acompañamos en la travesía. La familia de Riase arranca temprano para sortear el sol infernal que los condena desde primeras horas. Sus dos hijas y un burro conforman la expedición hacia el bien más preciado: el agua. En el camino hay cactus y polvo, un cordero que se queda en mitad de la ruta, agotado, listo para morir, y diez kilómetros hasta el pozo. Allí, con una cuerda bajan los cubos, llenan los bidones. Beben. Se tiran agua por encima. Empapan sus ropas de colores. Es su único contacto con el agua en varios días. Ellos saben que la calidad del «líquido» no es buena, no está filtrada ni depurada. Eso acarrea enfermedades, pero no hay otra alternativa. «Nuestros hijos tienen la suerte de tener un pozo cercano, otros vecinos viven aín más lejos, es una odisea imposible», asegura Raise, de unos 30 años.
A unos diez kilómetros vive Yamira. Desde su casa se ve el mar. El Caribe. Un azul que daña los ojos. Paradójicamente pueden ver el manto cristalino, pueden bañarse pero no beber. Es salado. Ellos también luchan por sobrevivir. Los seguimos hasta un cementerio local. Primero hacen café, se empapan de humo. Con la manos acarician la arena hacia su rostro amarillento. Se mueven lentamente hasta las tumbas, se cubren la cara con pañuelos, se arrodillan, lloran por un nuevo hijo que nunca volverá.
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