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La publicación del informe del Comité de Inteligencia del Senado sobre las torturas de la CIA se produce en un momento adecuado para aprender la lección de este lamentable capítulo en la historia de EE UU. También de los pasos que se pueden dar para que no vuelva a repetirse. Sin duda, habrá mucho debate sobre por qué las torturas no han «funcionado» o si dieron poca –si es que dieron– información de valor que no se hubiera podido obtener por medios lícitos. Es decepcionante que esta nación tenga incluso esta discusión. Los Convenios de Ginebra, por ejemplo, lo prohíben totalmente, incluso en tiempos de guerra. Cuando se encara una seria amenaza de seguridad, como el ataque del 11-S en 2001, puede ser tentador racionalizar lo ilegal e inmoral, por lo que este hallazgo es importante. La CIA refuta vehementemente esta conclusión. Insiste en que la tortura –o usando su eufemismo preferido, las «técnicas de interrogatorio mejoradas»–, produce información clave, pero por supuesto no nos darán los detalles porque son clasificados.

Sin embargo, una mayoría de la Comisión de Inteligencia del Senado, así como senadores muy respetados en ambos partidos, han concluido que la tortura era ineficaz, mientras que sus defensores más acérrimos fueron los propios torturadores. La CIA también rechaza cualquier sugerencia de que sus técnicas para interrogar podrían haber constituido tortura. Pero el informe muestra que sus técnicas son más duras y brutales de lo que reveló en su día. Fueron sólo intentos deshonestos para justificar lo injustificable. Su objetivo era sentar las bases para la defensa legal de las torturas que la CIA hacía –que se basó en el asesoramiento legal del poder ejecutivo–. Cualquier soldado en tiempos de guerra sabe que es un error seguir una orden manifiestamente ilegal. Los líderes de la CIA deberían haber hecho lo mismo. Es lamentable que los abogados de la Administración Bush no hayan rendido cuentas por su complicidad en las torturas, dada su obligación como funcionarios y de su deber ético como abogados de defender la ley. Sus opiniones fueron un encubrimiento partidista de un crimen. Deberían ser sancionados por negligencia, si no procesados como cómplices. La acción judicial debe incluir también a los altos funcionarios de Bush que autorizaron la tortura y supervisaron su uso. Hay que reconocer que el presidente Obama ha detenido estas «técnicas de interrogatorio mejoradas» desde el momento en que asumió el cargo hace seis años. Pero es precisamente él, quien se ha negado a permitir una investigación más amplia sobre el uso de las torturas después del 11-S. Su indagación superficial no ha dado lugar a ninguna acusación.

La negativa de Obama significa que la tortura sigue siendo una opción política y no un delito penal. El mensaje enviado a los futuros presidentes que se enfrenten a una amenaza grave es que la prohibición de la tortura se puede ignorar sin consecuencias. Si no se llevan a cabo acciones judiciales, lo menos que se puede hacer es promulgar políticas que hagan que recurrir a la tortura sea lo menos probable. La CIA, con su tradición de secretismo y falta de responsabilidad pública, debe dejar de detener a sospechosos, dejando este asunto al Departamento de Justicia (o a los militares en el campo de batalla). Cuando sean detenidos para ser interrogados, Cruz Roja debe tener acceso inmediato. También se debe permitir a las víctimas pedir una indemnización en los tribunales. Por último, cuando es tan obvio, seguir órdenes ilegales se debe reafirmar como una defensa inválida.

*Director Ejecutivo de Human Rights Watch