Historia

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Napoleón era humano

Fotograma de la obra maestra de Abel Gance «Napoleón», un clásico del cine mudo de 1927
Fotograma de la obra maestra de Abel Gance «Napoleón», un clásico del cine mudo de 1927larazon

El hombre que quiso conquistar Europa para cambiar el destino del continente fue vencido en la batalla de Waterloo a causa de su excesiva ambición y orgullo.

«Le dirás a Ney que no le doy mucha importancia a lo que suceda hoy en su sector. La acción principal se halla donde yo me encuentro, ya que mi prioridad es acabar con el ejército prusiano. En cuanto a él, si no puede hacer nada mejor, que se limite a contener al ejército inglés». A media tarde del 16 de junio de 1815, en medio del furioso cañoneo con que estaba desangrando al ejército prusiano en Ligny, Napoleón Bonaparte se desgañitaba para dictar este mensaje dirigido al mariscal Ney, que se estaba enfrentando a Wellington en Quatre-Bras. Ante la batalla decisiva, Napoleón advertía de que podía vencer, pero estaba sufriendo un agotador desgaste porque su maquinaria militar no funcionaba como antaño. La faltaba allí Berthier, su mano derecha, correa de transmisión de sus órdenes; tampoco estaba su mejor estratega y consejero, Davout, ni Mortier, ni Masséna, ni Murat, su cuñado, el inigualable jefe de su caballería. Muertos, viejos, enfermos, traidores...

Cae la tarde del 16 de junio. El mariscal Blücher, jefe prusiano y viejo enemigo en muchas batallas del pasado, tiene que emplear sus reservas. Napoleón siente que ya es suyo, sólo falta que Ney gire hacia su derecha para pulverizarlo, pero Ney no logra deshacerse de Wellington y el Emperador llama a las tropas de Drouet D’Erlon, que acaba de llegar al campo de batalla y se dirige a apoyar a Ney como estaba previsto. Ese es el momento en que Napoleón envía el famoso mensaje: «La acción principal se halla donde yo me encuentro». Ney no lo entendió y D’Erlon, confuso, optó por apoyar a Ney. Napoleón vio frustrada su maniobra: contaba con esas tropas para envolver el ala derecha de Blücher y aniquilarle en Ligny o, al menos, obligarle a retirarse hacia Namur, alejándose cincuenta kilómetros de Wellington. Pero cambia de plan: tras una buena preparación artillera, utiliza la guardia contra el centro prusiano y le disloca con una potente carga de caballería. Blücher, herido, logra salvarse, mientras su lugarteniente, Gneisenau, se repliega a toda prisa hacia Wavre, al norte, salvando su ejército y acercándose sin saberlo a Wellington. Éste tampoco sabe dónde están los prusianos, aunque sí que se están retirando y se teme que hayan sufrido un gran castigo tras un día ante Napoleón. Por tanto, decide ganar tiempo y abandona sus posiciones en Quatre-Bras replegándose sobre las colinas de Waterloo, una buena posición defensiva que había estado reconociendo. Napoleón valora que no ha perdido el día: ha castigado a los prusianos y ha impedido su unión con los ingleses. La victoria es posible. Está agotado y pernocta en Fleurus, dando descanso al ejército. Quizá aquella noche cambió el destino de Europa.

Al analizar la batalla de Waterloo deben despejarse tres preguntas: ¿Por qué la ofensiva? ¿Por qué Napoleón eligió Bélgica? ¿Por qué junio? Tras escapar de Elba, recuperar el poder, reunir en pocas semanas medio millón soldados y a algunos de sus mariscales, hubo de decidir si librar una guerra defensiva u ofensiva. La primera le permitiría reunir más gente, luchar en su tierra, obligar al enemigo a prolongar sus líneas de comunicaciones, pero él era un hombre de ofensiva y quiso evitarle a Francia la ocupación por ejércitos extranjeros en una larga guerra. La opción ofensiva le otorgaba elegir el lugar y el momento. Optó por Bélgica porque su ejército operaría bien en sus llanuras, porque le permitiría una retirada sencilla si le iban mal las cosas, porque, políticamente, allí tenía muchas simpatías y el país estaba decidiendo en aquellos momentos si se vertebraba en Francia o permanecía junto a los Países Bajos, como había impuesto el Congreso de Viena. En cuanto al momento, tenía que aprovechar que al final de aquella primavera combatiría en una inferioridad de dos a uno, algo que no le parecía mucha desventaja. No podía esperar más porque en unas semanas llegaría el ejército austriaco y, detrás, el ruso. Por eso libró la batalla del 16 de junio. Dirigió a Ney (45.000 hombres) contra Wellington (36.000) que se hallaba en Quatre-Bras, mientras él (77.000) acometía a Blücher (83.000), apostado en Ligny, tratando de separar a británicos y a prusianos, para lo cual, además, introdujo entre ambos la columna de D’Erlon (20.000).

Un día perdido

Durante su reclusión en Santa Elena Napoleón recordaría con pesar la noche de Fleurus, porque, de haber mantenido la persecución, «la batalla de Waterloo se hubiera producido 24 horas antes; Wellington y Blücher no se hubieran encontrado». Pero las cosas iban a empeorar. El 17, Ney tardó en advertir el repliegue de Wellington hacia Waterloo y no logró interceptarle, pese a que su caballería le estuvo acosando hasta la noche en medio de una tormenta infernal. Napoleón también se unió a la persecución del inglés, encomendando que interceptara a los prusianos al mariscal Grouchy, magnífico jefe de caballería, pero inexperto en la dirección de infantería y tan fiel como indeciso. ¡Tanto dudó que perdió todo el día y a Blücher! Este, bien comunicado con Wellington, pernoctó en Wavre, a tres horas de marcha de Waterloo.

El 18 de junio, domingo, Napoleón planea iniciar la batalla al alba, pero el terreno está tan blando que se hunden las ruedas de los cañones. Decide esperar dos horas a que se consolide el terreno. Al final, la carnicería se inicia a las 11:30. No existía otra posibilidad que una matanza: sobre un frente estrecho, apenas 8.000 metros, salpicado de granjas fortificadas, alinea Wellington sus 70.000 hombres con unos 150 cañones, situados sobre las suaves colinas que dominan el valle y, en éste, Napoleón ataca con 72.000 hombres y 240 cañones. Y llegando amenazadoramente por la derecha del Emperador, Blücher, unos 80.000 hombres (deja 20.000 en Wavre para frenar a Grouchy).

Napoleón lanzó su ala izquierda al ataque tratando de que Wellington reforzase con sus reservas acosado; entonces trataría de romper el centro británico y aniquilar una parte después de la otra. Esta fase de la batalla, que duró hasta las 13 horas, constituyó un grave revés para el hermano pequeño del Emperador, Jerónimo, que no logró desbordar a los británicos y perdió unos ocho mil hombres en el empeño.

Napoleón asume directamente el mando, ordena fuego ininterrumpido de artillería sobre el centro de Wellington y lanza al ataque a la infantería de D’Erlon. Pero detecta problemas: su artillería es poco efectiva, pues los británicos se protegen tras la colina, su infantería está empantanada y, lo peor, por su derecha aparecen los prusianos. Debe oponer sus reservas al avance de Blücher y maldice a Grouchy que ha permitido su llegada. «¿Dónde está Grouchy, pregunta enfurecido? Enviadle mensajeros y que ataque ya a los prusianos por la retaguardia».

Cuentan que desde su cuartel general Grouchy escucha nítido el cañoneo mientras desayuna fresas con nata. El general Gerard trata de meterle prisa: «¡Hay que marchar ya hacia el cañón!» El mariscal no se decide y opta por cumplir las órdenes del día anterior, Se dirige hacia Wavre, donde libró una estúpida batalla, que duró hasta la jornada siguiente, con las fuerzas dejadas allí para entretenerle. Con doce horas de retraso se enteró del resultado de Waterloo y se replegó a Francia tan campante.

Todo o nada

Entre tanto, rechazado en el centro y muy apremiado de tiempo, pues los prusianos cada vez concentran mayores fuerzas, Napoleón decide jugársela con una brutal carga de caballería de cinco mil hombres dirigida por Ney. No servirá: primero los cañones ingleses y, después, los cuadros de fusileros situados de cuatro en fondo con las bayonetas esperando a los jinetes, causan una carnicería inesperada. Napoleón, mientras maldice a Grouchy, se acuerda de su cuñado: «Murat lo hubiera conseguido». Con todo, tras diez cargas, Ney desbarata algunos cuadros y toma posiciones ventajosas para la artillería. La batalla aún puede cambiar de signo. «¡Necesito que llegue algo, o la noche o los prusianos!» comenta Wellington. Llegan los prusianos que, ya organizados, amenazan con envolver a Napoleón, al que sólo le queda la Guardia. Pensaba lanzarla para rematar a Wellington, pero de nada le serviría si le atacan por su retaguardia. «¿Dónde está el maldito Grouchy?»... Y manda a 4.000 de sus veteranos, que logran frenar a Blücher.

Eran las 19 horas. Napoleón podía retirarse y replantear su estrategia, pero eso hubiera desmoralizado a su retaguardia y terminado con la buena estrella que le había guiado después de Elba. No. Todo o nada. Y lanza lo que le queda de la Guardia, cinco mil hombres. Avanzan como un alud, arrollando a las fuerzas británicas que se les oponen, pero, de pronto, sus filas caen segadas por la última trampa de Wellington: millar y medio de fusileros que habían permanecido cuerpo a tierra se levantan y disparan a quemarropa sobre el flanco izquierdo del avance. Los casacas rojas recomponen filas y cargan a la bayoneta y, tras unos minutos de sangrienta pugna, la guardia retrocede y se desbanda. Napoleón no da crédito a lo que ve. Sus invencibles, huyen y, mientras piensa cómo recomponer el desastre, se hunde su sufrida ala derecha y la caballería prusiana irrumpe en su retaguardia. Ney no logra rehacer las filas... se percibe la derrota y la mayoría opta por el «sálvese quien pueda». Napoleón abandona el campo de batalla en medio de «aquel torrente desbocado que lo arrastraba todo», según él. Por la noche se le vio llorar. Su fugaz reaparición, sus «cien días», llegan a su fin. El futuro se llama Santa Elena.