Espionaje
Assange, ¿Woodward o Drácula?
La figura de Julian Assange ha estado dividida entre los que le ven como un héroe y un villano
Hubo un tiempo en el que los directores de periódicos recibían las filtraciones de Julian Assange con comilonas en el Museo del Prado y menús de tropecientos platos cocinados por Ferran Adrià. Celebraban sus acciones, que desestabilizaron la seguridad de varios países y hacían temer por sus colaboradores en lugares chungos, como si en lugar de un tipo con fuentes desconocidas y amistades peligrosas fuese el Bob Woodward de los tiempos modernos. Cambiará el periodismo, sentenciaron agudos linces. Después supimos, ay, que Assange no recibirá el Pulitzer.
Con su detención ahora lo acusan de haber usado la embajada de Ecuador, puesta a su servicio por el inefable Rafael Correa, como tugurio BDSM. Lo asegura, entre otras, una fuente conocedora del caso que pide no ser identificada. Una garganta profunda (¡y qué gran nombre para hablar de Assange!), que describe a alguien capaz de defecar en el pasillo del edificio y decorar con sus heces las paredes. Un supremacista, intuyo, aparte de un heterodoxo en la noble tradición del arte rupestre. Convencido de que podía abusar de la hospitalidad de los ecuatorianos porque, bueno, porque los chicos del norte gozan del derecho de pernada en casa del servicio.
Así, cuenta que Assange declaró la república independiente de sí mismo, que nadie excepto sus invitados tenía derecho a entrar y que en las habitaciones que le habilitaron, a que acudía toda clase de gente, hubo mujeres a cuenta de terceros. Convencido de que circulaba por encima del bien y del mal, rey sol de las sombras, dice que tenía línea directa con Harrods, los grandes almacenes de lujo, a los que pedía grandes comilonas. El caviar y el vodka Beluga habrían convivido con unos discos duros encriptados con una tecnología tan puntera que llevará meses acceder a ellos, si es que es posible.
Claro que el ex cónsul de Ecuador en Londres, Fidel Narváez, ha negado a la agencia de noticias Sputnik que Assange gastase como un pachá y niega los privilegios. Ególatra, vanidoso, pagado de sí mismo, carente de empatía... Los términos con los que le definen algunos de sus colaboradores parecían más apropiados para un canalla que para el emperador de la prensa libre. Pero si Assange corría a refugiarse en la embajada estábamos ante un Robin Hood perseguido por los poderes maléficos del mundo. Nadie entre los blandos aliados del feminismo de cuarta generación pedía cuentas por la solicitud de extradición cursada por la justicia sueca, que le reclama por presuntas agresiones sexuales. Solicitud que, todo hay que decirlo, parece floja. Y precisamente por eso tendría que haberla encarado, hombre libre juzgado por hombres libres.
Como en el caso de España y sus golpistas, amparados por Estados gamberros y jueces prevaricadores, nuestros intelectuales de guardia concluyeron que Suecia no será tan garantista si persigue al campeón de los cables filtrados. O peor: que había intereses ocultos, presiones de las cloacas, para hacerle viajar hasta Washington con escala en Estocolmo. La petición de extradición, reabierta por la Fiscalía, había sido suspendida en 2017 ante la imposibilidad de seguir investigando.
El ensayista británico Andrew O’Hagan, que fue un firme defensor de Assange e incluso colaboró en un proyecto de biografía, definía al mandarín de Wikileaks, en una entrevista concedida a Alexander Bisley, de la revista «Vox», como un tipo «con la piel muy fina, conspirador, falso, narcisista, y convencido de que es el propietario del material que canaliza», también «abusivo y monstruoso en su búsqueda de la verdad que le interesa... Probablemente esté un poco loco y sea [un tipo] triste». Añadía que «no necesitas ser el doctor Freud para saber que tiene un complejo de poder y al mismo tiempo se siente víctima».
Escandalizados, los que tuvieron que soportar sus caprichos nunca recibieron el homenaje que sí tributaron a Assange referentes como Donald Trump. («Tío, amo leer los Wikileaks», «Wikileaks es como un tesoro»). Contaba David Keller, ex director de «The New York Times», el mismo del que sacaba su recuerdo de la comida en Madrid, que el príncipe de Wikileaks participó en un debate en Berkeley. «Apareció por videoconferencia, como el poderoso Oz, para pontificar sobre el hecho de que los medios occidentales no hubieran convertido los archivos en una especie de juicio de Nuremberg contra imperialismo estadounidense. Cerca de la mitad de la audiencia parecía a punto de tirar su ropa interior a la pantalla».
Imagino que la Administración de Donald Trump, que ha cambiado de parecer y ya no trata al pirata informático de héroe, usará el caso para erosionar las libertades e intimidar a sus némesis, periódicos y etc., con la Primera Enmienda en danza. Pero es hiperbólico sostener que el prisionero de la embajada, con sus juegos de esposas, su mesianismo trash y sus maletines de ganzúas, fue la gran promesa de la prensa libre. De creer a quienes afirman conocer desde dentro la aventura, nuestro Carl Bernstein más bien parece una versión escatológica y «light» de los personajes acuñados por Thomas Harris.
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