Partido Republicano
Shutdown: La batalla partidista provoca el cierre del Gobierno de EE UU
El Senado, con el voto en contra de los demócratas, rechaza la prórroga de los fondos federales. La oposición se niega a financiar los 18.000 millones que cuesta el muro a cambio de la protección de los «dreamers» como pretendía la Casa Blanca.
El Senado, con el voto en contra de los demócratas, rechaza la prórroga de los fondos federales. La oposición se niega a financiar los 18.000 millones que cuesta el muro a cambio de la protección de los «dreamers» como pretendía la Casa Blanca.
No pudo ser. A pesar de la actividad febril en un Senado abierto hasta la madrugada, y del encuentro «in extremis» en la Casa Blanca entre el presidente de EE UU, Donald Trump, y el líder de la mayoría demócrata en el Senado, Chuck Schumer, fue imposible prorrogar los presupuestos federales. Cierra, por tanto, el Gobierno. Realmente echa la verja un 40% del gigante administrativo. Todo lo que no tenga que ver con los servicios esenciales, sanidad, educación, seguridad, etc. Pero con todo se trata de un fracaso monumental. De Trump y sus asesores, incapaces de ceder un milímetro en sus draconianas pretensiones. De los republicanos, que controlan la mayoría en ambas cámaras y, sin embargo, parecen incapaces de aunar voluntades. Y de los demócratas, que tensaron el acuerdo hasta que saltó por los aires.
«Los demócratas del Senado son los responsables del “cierre Schumer” [por el demócrata Schumer]», declaró la secretaria de prensa de la Casa Blanca, Sarah Huckabee Sanders. «Éste es el comportamiento de unos perdedores obstruccionistas, no de unos legisladores. Cuando los demócratas comiencen a pagarle a nuestras Fuerzas Armadas y al personal de urgencias reabriremos las negociaciones sobre la reforma migratoria», remachó. En una serie de tuits Trump acusó a los demócratas de usar el cierre como venganza por la aprobación de la reforma fiscal, de tratar de estropearle su primer aniversario en el Gobierno y, en definitiva, de estar más interesados en la suerte de los inmigrantes ilegales que en la facturas e hipotecas de los militares, y no digamos ya que en la seguridad del país. «Podrían haber alcanzado un trato fácil», añadió, «pero decidieron jugar a la política del cierre».
El senador Schumer respondió por su parte que «todos los estadounidenses saben que el Partido Republicano controla la Casa Blanca, el Senado y el Congreso. Es su trabajo mantener abierto el Gobierno. No hay nadie, nadie, más culpable de la situación en que nos encontramos que el presidente Trump». Hacía apenas 24 horas que el presidente se había descolgado con un tuit explosivo: «El CHIP [por Children’s Health Insurance Program, o Programa de Seguro de Salud para los Niños] debería formar parte de una solución a largo plazo, no de un acuerdo de 30 días o de corto plazo. ¡Extensión!». Básicamente la prolongación del CHIP por otros seis años fue añadida al acuerdo que se negociaba entre republicanos y demócratas. De alguna forma, decían los primeros, si no había pacto para extender la financiación del gobierno federal, y si no se asumían las principales reivindicaciones republicanas, el programa de seguro médico a millones de infantes quedaría herido de muerte. Pero Trump, siempre a la contra, asumió una vieja reivindicación de los sectores más progresistas de las Cámaras, desarbolando de paso a sus propios colaboradores y, también, a unos demócratas incapaces de hacer pie ante los bandazos de un hombre que gobierna a su aire.
Este comentario de la Casa Blanca del miércoles, cuando afirmaban que «la Administración respalda la extensión de fondos para el CHIP. Si fuera presentado al presidente en su forma actual, sus asesores recomendarían que firme el proyecto de ley». Esto es, la oficina de Presupuesto de la Casa Blanca ligaba la suerte del CHIP a la aprobación del acuerdo. Paul Ryan, jefe de la mayoría republicana en el Congreso, llegó a decir a la prensa que estaba «convencido de lo que apoya», de que Trump «apoya totalmente la aprobación de este texto. Acabo de hablar con él hace una hora y media». «Confío en que lograremos aprobarlo», abundó, «porque los miembros del Congreso entienden qué [de lo contrario] sufriríamos el cierre del gobierno, dañaríamos a los militares... Es inconcebible que los demócratas dejen caer el CHIP».
Hoy vuelven a reabrirse las negociaciones y el lunes mismo podría acordarse la prórroga presupuestaria, por precario que sea. Se trataría, entonces, de una voladura controlada. De un espectáculo de 24 horas que unos y otros habrían usado para asegurar ante sus electores la robusta sinceridad de unos principios irrompibles. Los demócratas, porque no ceden ante lo que consideran un chantaje presidencial por la cuestión migratoria. Trump, porque olfatea beneficios publicitarios en su postura. Y es que los últimos días han sido difíciles. Con la Casa Blanca acribillada por las presuntas declaraciones del presidente sobre Haití y África. Acosada por las revelaciones del libro «Ruido y furia». Zarandeada por la posibilidad de que Steve Bannon declare delante del fiscal especial.
De fondo, el incendio por el DACA, el programa que protege de la deportación a los 800.000 menores en situación irregular, que llegaron a Estados Unidos de la mano de sus padres, y que Trump solo aceptaría solucionar en el caso de que le aprueben el programa de no menos de 30.000 millones de dólares para reforzar la seguridad en la frontera, incluidos 18.000 millones para la construcción del muro con México.
Más allá, las elecciones del próximo noviembre al Senado y el Congreso. Cruciales para el futuro político del país. Nada mejor, entonces, que un golpe enérgico. Una demostración de que, digan lo que digan los rivales políticos, demócratas o republicanos, la clase política estadounidense, comenzando por el presidente y siguiendo por los congresistas y senadores, mantiene bien engrasada su incapacidad para alcanzar consensos, sumidos todos en una nube tóxica de descalificaciones y sospechas que garanticen la parálisis legislativa.
Un embotamiento, y un antagonismo, que vienen de lejos. Tampoco es, ni mucho menos, la primera vez que se congelan los presupuestos federales. Sucedió, por ejemplo, en el año 2013, durante el segundo mandato del presidente Barack Obama. Durante casi dos semanas. En aquella ocasión la agencia de rating Standard & Poor’s calculó un coste para las arcas públicas de 24.000 millones de dólares. El descalabro fue evidente para los contratistas que trabajan con las administraciones públicas, y también en el sector servicios. Se estima que el cierre supuso una merma del crecimiento anual del 0,6%.
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