La Razón del Domingo
La inquina anti jesuita
La Compañía de Jesús fue la orden de mayor éxito surgida al calor de la Contrarreforma. Sin embargo, ese triunfo fue la causa de un odio que arrastraría durante siglos
En 1767, la Compañía de Jesús fue expulsada de los imperios español y portugués, Francia, las Dos Sicilias y Parma. Se trataba sólo del primer paso, ya que el 21 de julio de 1773, el papa Clemente XIV procedió a suprimirla canónicamente.
En 1767, la Compañía de Jesús fue expulsada de los imperios español y portugués, Francia, las Dos Sicilias y Parma. Se trataba sólo del primer paso, ya que el 21 de julio de 1773, el papa Clemente XIV procedió a suprimirla canónicamente. Las razones para llegar hasta tan trascendental paso –tan sólo compartido en lo aciago por la orden de los templarios – se hundían en las propias características esenciales de la Compañía. De manera bien significativa, el término «jesuita» ya tenía un significado peyorativo en el s. XV utilizándose para definir al hipócrita que tenía siempre el nombre de Jesús en la boca, pero que con su conducta desdecía su profesión de fe. Posiblemente, ésa fue la razón por la que Ignacio de Loyola, el fundador de la orden, jamás utilizó la palabra que sólo tras muchas décadas asimilaron como propia sus seguidores.
Nivel intelectual
La Compañía de Jesús nació con la intención directa y confesa de ser un ejército al servicio del Papa que impidiera el progreso de la Reforma protestante. De ahí que a los tres tradicionales votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia, añadiera uno específico de obediencia al Papa. Desde el principio, la nueva orden destacó por el deseo de otorgar un elevado nivel intelectual a sus miembros; por la creación de centros educativos desde los que formar a élites y gobernantes y por el intento de recuperar territorios que habían abrazado la Reforma protestante. Aunque en este último terreno lograron mantener a Polonia y Lituania en el seno de la obediencia a Roma, en términos generales, fracasaron, por ejemplo, en episodios como los planes para asesinar a Isabel I de Inglaterra. Esos resultados en el intento de recuperar territorios fue una de las circunstancias que contribuyó a impulsarlos a buscar nuevos lugares para la fe en Extremo Oriente, Canadá y Suramérica.
Fue precisamente en esta parte del mundo donde desarrollaron un experimento comunista conocido como las reducciones. Aunque muy idealizado por la película «La Misión», lo cierto es que el análisis de su desarrollo real ha sido objeto de acerbas críticas. Las peculiares características de los jesuitas no tardaron en provocar la animadversión de sectores enteros de la Iglesia que envidiaban su influencia entre los grandes, pero también entre ilustrados de las élites que se resentían de su peso político o del cuasi-monopolio que los jesuitas disfrutaban en el terreno de la enseñanza.
El hecho de que ocuparan el puesto de confesores de personajes encumbrados y que incluso modelaran una moralidad que a muchos les parecía laxa y para gusto de sus penitentes –de ellos procedería el término de «manga ancha»– no suavizó la controversia. Apagados los ardores del enfrentamiento entre Reforma y Contrarreforma, ya a finales del siglo XVII, los jesuitas no tardaron en sufrir el asedio de sus adversarios. En 1750, los conflictos con los jesuitas ya habían estallado en Portugal. Cinco años después, le tocó el turno a Francia.
En 1758, José I de Portugal logró que el papa Benedicto XIV deportara a los jesuitas de América. En 1762, el parlamento francés condenó a la Compañía por su papel en un escándalo de corrupción financiera. En 1767, Austria y las Dos Sicilias, suprimió la orden por decreto. Hasta el catolicísimo Carlos III consideró que la expulsión de los jesuitas de España sería una medida salutífera. El papa Clemente XIV optó finalmente por suprimir la orden, pero con ese paso tan sólo prestaba oído a distintos monarcas de un catolicismo indudable.
Salvada por su enemigos
De manera bien reveladora, la Compañía de Jesús sobrevivió gracias a sus enemigos de antaño: las naciones protestantes y ortodoxas. Tanto en la protestante Prusia como en la ortodoxa Rusia, por citar dos ejemplos significativos, se permitió el asentamiento de jesuitas y que desarrollaran su labor educativa. Sólo tras la derrota de Napoléon en 1815, Pío VII decidió restaurar la orden y nación tras nación, envuelta en una oleada reaccionaria, fue abriendo sus puertas a los jesuitas. Aún así, la inquina anti-jesuita permaneció. Dostoyevsky los vio como un paradigma de la intriga maligna e hipócrita mientras que Blasco Ibáñez dedicaba «La araña negra», su novela más larga – y más demagógica– a denigrarlos de forma implacable. Con todo, la novela anti-jesuita por antonomasia sería «AMDG» –las siglas de Ad Maiorem Dei Gloriam o A mayor gloria de Dios, el lema de los jesuitas– debida a la pluma de Ramón Pérez de Ayala.
En los años treinta del siglo XX, no todos veían de la misma manera a la orden. Heinrich Himmler, por ejemplo, la convirtió de manera expresa en el modelo de organización de las SS ya que admiraba su disciplina y su espíritu de sacrificio.
Sin embargo, en España, el régimen laicista de la Segunda República procedió de nuevo a su expulsión de los jesuitas. En semejante decisión, tuvo un papel destacadísimo uno de sus antiguos alumnos llamado Manuel Azaña. Para el político republicano, autor de otra novela anticlerical titulada «El jardín de los frailes», los jesuitas constituían el paradigma del atraso oscurantista provocado por el catolicismo y que la república debía superar con una modernización impuesta desde arriba.
Poco podía imaginar Azaña, rezumante de sectarismo, el papel relevante que distintos miembros de la Compañía de Jesús desempeñarían décadas después en el nacionalismo del PNV, la articulación ideológica de ETA, la forja de la Teología de la Liberación o la creación de una nueva moral católica que colisionaba con la enseñanza del magisterio eclesiástico y que tuvo como exponentes a personajes como el padre Thomas Reese, director del semanario jesuita América. También esas diversas evoluciones provocarían nuevos brotes de inquina anti-jesuita, pero ésa, como diría Kipling, ya es otra historia.
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