Cataluña
Patria de la Constitución
Los españoles están educados en la creencia de que es imposible reducir lo nacional en una política única. Lo español desborda la acción política
Los españoles están educados en la creencia de que es imposible reducir lo nacional en una política única. Lo español desborda la acción política
Los intolerables actos de gamberrismo ocurridos en la delegación de la Generalitat en Madrid el pasado 11 de septiembre han dado pie a algunas reacciones esperables. Una de ellas ha consistido en sacar a pasear otra vez el espantajo del fascismo español, que vendría a ser el auténtico rostro de la derecha española, es decir, de todos aquellos que, en España, no somos ni socialistas ni nacionalistas (como los únicos que prestan fe a esto son algunos sectores del centro derecha político, se comprenden algunos episodios recientes, muy minoritarios, ocurridos en el propio Partido Popular). Otra reacción, un poco más sofisticada, consiste en sacar a relucir un supuesto «nacionalismo español», que estaría volviendo a asomar después de muchos años de hibernación. O, mejor dicho, de semihibernación.
Este asunto del «nacionalismo español» resulta un poco paradójico. Nadie duda de la existencia del nacionalismo catalán, vasco o gallego. Con frecuencia, estos nacionalistas se han considerado moderados, modernizadores e incluso progresistas. Desde hace ya tiempo, la izquierda española se ha identificado con ellos. En consecuencia, ¿qué tiene de malo el «nacionalismo español»? ¿Y por qué el «nacionalismo español» no podría ser también, como pretenden los demás nacionalismos de España, una fuerza de progreso, capaz de movilizar las mejores energías de la nación para construir un proyecto seductor de vida en común? Lo proclamó José Ignacio Wert en un momento de euforia, antes de que Esperanza Aguirre volviera a enarbolar, hace pocas semanas, alguna antigua consigna de Cambó. Así empezó a ocurrir, de hecho, allá por el año 1982. Entonces Felipe González y su grupo acogieron con agrado el apelativo de nuevos «nacionalistas españoles» con el que les obsequió una popular revista norteamericana.
Casi todo quedó en un malentendido, olvidado bastante pronto. Efectivamente, el uso de expresiones como «nacionalismo español» y «nacionalistas españoles» evoca sin remedio el régimen de Franco, así como la represión y la violencia política ejercidas en nombre de valores nacionalistas. En los últimos años, esas mismas expresiones han encontrado otro hueco, menos visible, en la Universidad. Se habla bastante de «nacionalismo español», unas veces caracterizado por su debilidad (en el siglo XIX) y otras por su voluntad de enfrentarse a los nacionalismos periféricos. No se sabe en qué acabarán estos estudios, pero ya han logrado un objetivo político. Y es que los nacionalismos periféricos españoles han quedado relacionados con otro nacionalismo, español unitario, al que se pueden oponer y que los justifica. También aquí, como hoy Duran i Lleida y algunos socialistas catalanes, se anda en busca de una esquiva «tercera vía» entre el nacionalismo independentista y el «nacionalismo» unitario o centralista.
Quien se adhiere a estas ideas sobre el nacionalismo español lo hace, en general, por puro convencimiento político. Fuera de los círculos partidistas y universitarios, que vienen a ser casi lo mismo, el «nacionalismo español» tiene poco crédito. Ha habido en España nacionalismos teñidos de derechismo. Hubo un nacionalismo fascista, el de Falange Española, abortado por Franco apenas hubo nacido, aunque tuvo tiempo de proporcionar al régimen una inequívoca y algo siniestra distinción estética. Más duró el nacionalcatolicismo, que hizo suya la identificación de España con la Iglesia católica y no andaba muy lejos, en lo que tenía de conservador, de los muy conservadores nacionalismos catalán y vasco, por ejemplo de las ideas de Prat de la Riba o del propio Cambó, aliado de Antonio Maura en su momento. Aun así, aquel proyecto utópico, más popular de lo que ahora se suele aceptar, acabó disuelto. La «unidad de destino», aunque sea «en lo universal», está abocada al fracaso en una sociedad moderna y abierta.
También hubo un intento de nacionalismo con tintes más izquierdistas. Surgió de la crisis del 98, la época en la que aparecieron todos los nacionalismos modernos, como el francés, el italiano y el alemán, esas religiones políticas de fondo nihilista que devastaron el siglo XX y causaron decenas de millones de muertos. Aquí se mezclan en dosis diversas cierto masoquismo, la voluntad crítica, una nueva sensibilidad estética y la admiración por el republicanismo francés, sin excluir del todo a Alemania. El movimiento, del que Azaña es el mejor representante político, proporcionará sus rasgos característicos a la Segunda República. Fue incapaz de hacer lo que los republicanos franceses habían creado en su país: un régimen nacional que incluía a socialistas, radicales y conservadores. En España la nación republicana tenía que ser de izquierdas.
Si hubiera que hablar de persistencia de algún nacionalismo español, habría que investigar más del lado de la izquierda que del de la derecha. Aun así, nunca un español de izquierdas se atrevería a confesar algo parecido, por lo que ese resto de nacionalismo, de existir, formaría parte de lo reprimido en lo más hondo del subconsciente izquierdista. La realidad, por tanto, es que en nuestro país la idea de España, que suele producir una adhesión espontánea y natural, no genera en cambio unanimidad alguna en cuanto a las ideas políticas. No hay políticas españolas, ni políticas más españolas que otras. No hay por tanto manifestaciones multitudinarias de exaltación nacional, como las hay en Cataluña y en el País Vasco, al estilo y muchas veces con la estética de los años treinta.
En España no hay partidos que ofrezcan un programa «español». O si se quiere, todos lo son, porque los españoles están educados en la convicción y en la creencia de que lo nacional es imposible de reducir a una política. Lo español desborda siempre la acción política, y nadie en ese campo puede monopolizarlo, como pretenden hacer los nacionalistas con Cataluña y con el País Vasco. Para ser español, no hace falta por tanto exhibir carné de españolismo. Basta con tener el DNI español, es decir, basta con cumplir unos requisitos legales de orden general.
Sin patente de españolidad
Nunca una raza española, salvo la que inventaron los nacionalistas vascos y catalanes para exaltar la que consideraban propia, superior a la que poblaba el resto de la Península. La cultura española no otorga patentes de españolidad. Es demasiado diversa, demasiado antigua como para caer en esa mala costumbre. Ni define un carácter español, que vendría establecido por nuestro apego a algunos rasgos morales o a algunas costumbres. Hay millones de españoles que no hablan a voz en grito, que son puntuales, que no van a los toros, a los que no les gusta el flamenco, ni la butifarra, ni Almodóvar... Nadie, a menos de arriesgarse al más completo de los ridículos, se atrevería a decir por eso que son menos españoles que los demás. Por no tener, ni siquiera tenemos una sola lengua. Lo que tenemos son cuatro: cuatro lenguas españolas y cuatrocientos millones de personas, de todas clases de nacionalidades, que hablan una de ellas.
La nación española –la nación histórica, la política y el Estado español– no necesita del nacionalismo. Tampoco lo necesitan la nación catalana ni la vasca. Más bien al revés. El nacionalismo es el pudridero de la patria, escribió George Bernanos en «Los grandes cementerios bajo la luna», uno de los grandes libros sobre la represión en el campo antirrepublicano. Y una profesora francesa ha argumentado, de forma convincente, que el peor enemigo de la nación son los nacionalistas. Los catalanes y los vascos, además de los socialistas de todas las nacionalidades españolas, harían bien en reflexionar sobre estas sabias palabras.
EN BUSCA DE UN ENEMIGO PERFECTO
La estrategia nacionalista en Cataluña necesita, más que nunca, proyectarse en un supuesto nacionalismo español agresivo y refractario. Lo busca denodadamente pero no lo encuentra. Sin embargo, Artur Mas sabe que en la sociedad española no se ha producido una reacción políticamente articulada contra sus pretensiones separatistas, ni manifestaciones de exaltaciones patrióticas. «Hay un nacionalismo español como la copa de un pino, y dentro del mismo hay nacionalismo bueno y malo, como los hay internacionalmente o en Cataluña, como también hay no nacionalismos nefastos». En este aspecto insiste el presidente de la Generalitat, sobre todo cuando ha emprendido su «política exterior»: «Limitar la acción exterior de la Generalitat es absurdo, es el signo del nacionalismo español más rancio y más cerrado». «Eso sí que es nacionalismo cerrado, erróneo y que no cumple con las condiciones actuales de una economía como es la economía catalana», añade.
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