Casas reales
Milady Di: El surgimiento de un icono pop
Su primera transformación la desembalsamó de esos vestidos color albaricoque con lazos y encajes espantosos
Su primera transformación la desembalsamó de esos vestidos color albaricoque con lazos y encajes espantosos.
De no haber sido por Camilla Parker-Bowles, Lady Di siempre hubiera sido Su Alteza Real la princesa de Gales. Una pepona con el pelo corto, en forma de casco, la típica muñeca repollo de los años 80, heroína de una novela de Barbara Cartland. Durante diez años, el culpable de esa imagen fue el estilista Richard Dalton. Pero Lady Di tuvo que rebelarse ante el desamor y cambiar de peluquero para dejar de ser un fetiche cultural rancio y vintage como la Casa Real británica atrapada en ese merengue de boda diseñado por David y Elizabeth Emanuel, de mangas abullonadas y encajes y volantes y miles de perlas bordadas y kilómetros de tul ilusión.
La transformación de Lady Di tuvo distintas etapas. La primera podría titularse ¿qué fue de Milady Di? Su etapa de bulimia, autoagresiones y depresión, embalsamada en vestidos color albaricoque con lazos y encajes espantosos; el pelo con menos velocidad que un taxi londinense y esa desgana de princesa atrapada en una jaula de oro, bailando por los salones vacíos del Palacio de Kensington con el walkman y los cascos puestos al ritmo de «Wake me up before you go-go», de Wham!, ansiando «brillar como Doris Day». ¡Si alguna vez pensó que George Michael la despertaría para «irse-irse» de marcha estaba muy equivocada! El cantante reconoció que notaba la atracción que sentía por él, pero nunca mantuvieron una relación sexual. Su debilidad por George Michael descubría su fascinación por los hombres viriles, de piel cetrina, pelo en pecho y un toque étnico.
La segunda etapa es subrepticia y se inicia con su primera traición real con su guardaespaldas, Barry Mannakee, en 1985. Un clásico llevado al cine en 1992 y que, según Kevin Costner, Lady Di manifestó que le habría gustado protagonizar su segunda parte. Aquí, al confluir su deseo sexual con su fantasía de notoriedad, hizo saltar la chispa. Barry Mannakee era justo lo opuesto al espárrago hervido del príncipe Carlos, un hombre recio y viril con quien Diana de Gales sopesó escapar juntos, pero fue apartado del servicio y murió en un accidente de moto ocho meses después. La princesa confesó en una famosa entrevista que «fue descubierto, expulsado y luego asesinado. El golpe más profundo de mi vida. Nunca debí haber jugado con fuego, pero lo hice y me abrasé».
Huida hacia la popularidad
Mientras el príncipe Carlos la engañaba sin recato con Camilla, ella lo hacía con el mayor del ejército inglés James Hewitt, con el cardiólogo paquistaní Hasnat Khan, con su chófer James Gilbey y con Dodi Al-Fayed. Su romance con el hijo del dueño de Harrods y el hotel Ritz de la Plaza Vendôme, donde pasaron las últimas horas antes de morir al estrellarse el Mercedes S280, apenas duró un verano. Los hombres en la vida de Diana de Gales fueron la mitad venganza y la otra mitad una huida desesperada hacia la popularidad. Lo esencial fue la reinvención de sí misma, actitud típica de los años 90, y el triunfo como estandarte de la liberación de las princesas engañadas en el «reality show» de la vida, convocando a los paparazzi para dejar constancia.
Si algo había aprendido de sus amigos artistas de la «New Wave» es que lo último que necesitaba era otro príncipe que la besara. Carlos le había salido rana y una bruja lo había trasmutado en un «Támpax», abocándola a la depresión y el desencanto. Drama suficiente para buscar consuelo en el caótico mundillo gay. Tenían los mejores estilistas ingleses del momento y quien le hacía las mechas a George Michael –su hermana Melanie– bien podía encargarse de la modernización de la princesa de los ojos esquivos, las hombreras alicaídas y el pelo añorando un rocío de laca que le diera vida propia. Ese peluquero fue Sam McKnight. Él le dio el toque que necesitaba para su despegue como la princesa del glamour y cambiara su etapa de Cenicienta bombonera por la de mujer sexy de rostro luminoso y mirada transparente. Los modelos los puso Versace, que la transformó en el símbolo más sofisticado de la alta costura. Mas el aciago destino volvió a hermanarlos: Versace fue asesinado un mes antes de la muerte de Lady Di.
Mítico pelo corto
En los 90, aconsejada por Sam McKnight, cambió su look por el icónico pelo corto engominado y peinado hacia atrás con los dedos («slicked-back hairstyle»), que lució en la pletórica portada del «Vogue» de 1991. Durante sus seis últimos años, Sam McKnight y Versace se encargaron de la imagen elegante y refinada de Lady Di. Sus años triunfales. Si Gracia de Mónaco tuvo su bolso «Kelly» de Hermès, Lady Di también tuvo el suyo: el «Lady Dior». El camino hacia el estrellato pop de la princesa Diana tenía ilustres precedentes: las princesas rebeldes. En el top, Margarita, cuya vida disipada y escarceos amorosos con hombres casados y artistas pop fue muy comentada en la prensa y aireada en «Vacaciones en Roma» (1953). Le siguieron las hijas de Grace Kelly. Carolina se casó con un playboy, Philippe Junot, y Estefanía fue una rebelde plus ultra. Lady Di también fue otra princesa a la fuga. Su trágica muerte se convertía en el epílogo que la canonizó como icono pop rebelde tras las dolorosas confesiones públicas de su largo y tortuoso camino que la llevó a su mitificación como heroína popular.
Su rebelión contra la Casa Real británica, su dominio del manejo de los medios y su carisma ingenuo hicieron de ella una heroína de folletín tipo Lady Chatterley, ideal para las masas ansiosas de verla vivir su vida, soñar y sufrir con ella sus amores plebeyos «como una vela al viento en un atardecer lluvioso».
Cuando murió, el mito estaba cuajado. Aquellos vestidos espectaculares, su tranquila mirada y las obras de caridad que realizaba junto a las estrellas pop para redimirse y acallar su mala conciencia, la aureolaron como icono pop. Pero lo fundamental fue el sufrimiento que conmueve a las masas y la adoración del mundo gay, que vio en ella a uno de los suyos: rechazada, vulnerable y solidaria, había logrado transformarse mediante la superación personal y la ayuda de la amistad, en un ensueño divino.
Por último, el fastuoso funeral de «la princesa del pueblo», como la definió Tony Blair, para desesperación de la reina Isabel de Inglaterra, que tuvo que transigir con las exequias fúnebres en las que Sir Elton John entonó en directo «Candle in the wind», fusionando a la princesa de Gales con otro mito trágico, Marilyn Monroe, transmutada en una delicada «England Rose».
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