Ángela Vallvey
Albacete, la ciudad del alba
Azorín la bautizó como «el Nueva York de La Mancha»; otros, sin embargo, prefieren llamarle la ciudad del alba
Azorín la bautizó como «el Nueva York de La Mancha»; otros, sin embargo, prefieren llamarle la ciudad del alba.
Me gusta Albacete por variadas razones, la más filológica, nominativa y poética, es que contiene la palabra «alba» en su nombre. El alba es excusa, motivo, razón, fuerza..., la promesa de un descubrimiento, el evocar una pasión salvadora, la libertad de un viaje en cuya meta sucederá la maravilla.
El alba encadena su profundo universo de luces por las mañanas albaceteñas, cuando las nubes sostienen su unión a contratiempo del color puro y se amarran una tras otra por el firmamento. La luz somete al viajero a su imperio de necesidad. Los colores rojos brillan salvajes en la madrugada, en una estepa que deja fuera de juego la ansiedad urbana. Su cielo es libre, dominador, ilimitado, y ata con lazos fuertes de placer a la mirada. Un combate milenario tiene lugar en la voluptuosidad de las ramas de los árboles al borde del camino, cuando la carretera conduce a la ciudad soñolienta, justo a esa hora en la que nadie comprende nada y todo se despereza, despierta a duras penas y se siente fuera de lugar...
Todos los albaceteños que conozco son nobles y trabajadores, sensibles y rebosantes de talento; quizás gracias a haber forjado su carácter en esta ciudad desconocida y reservada, la más grande, industriosa y poblada de la submeseta Sur, la más próspera de Castilla-La Mancha, un motor económico que impulsó a Azorín a hablar de Albacete como el «New York de la Mancha». Semiárida y reposada, discreta e inopinada, tan imaginativa como refinada, tiene gusto para el arte y la cultura, y una personalidad franca y sobria.
Albacete es sobre todo moderna, nueva, al contrario que otras ciudades españolas a las que la historia les pesa como un fardo superior a sus fuerzas. Surge como un lugar de resurrección, de camino al mar. Quizá por eso son tan importantes sus procesiones, porque ella entiende lo que significa atravesar una vida hacia la otra, por la llanura del tiempo, camino de un destino que forja la voluntad, el trabajo honrado y duro, el empeño solidario.
Camino en cofradía
En Albacete, la gente sabe que la vida se camina en cofradía, que hay que vivirla sacándole el mayor provecho, porque quien no vive bien muere más rápido, muere peor. Que hay que franquear la existencia haciendo de la seguridad una vocación, y de la calidad de vida una disciplina. En La Zona, El Campus o los Titis, el ciudadano encuentra en el ocio una de las señas, y las reseñas, de identidad albaceteña. Si los franceses no se atribuyeran el «copyright» del «bon vivant» una diría que es en Albacete donde lo descubrieron. Las Tascas de la Feria y el mercado al aire libre de Los Invasores hablan de una ciudad con vocación de intercambio, de comercio amigable, de tránsito no solo de cosas y mercancías, sino también de ideas y personas. Hace de sus fiestas acontecimientos de interés turístico y cultural. Tiene muchas, todas focos de desarrollo. Aquí se puede comerciar, descansar, cultivarse, aprender a ser piloto de la OTAN... Ésta es la capital del clarear del día, donde la planicie interior se acerca al mar, que se intuye en sus cielos.
Albacete es el escudo con que la meseta se protege del aire ardiente que aguarda en la costa. Es la luz cegadora que, sin darse cuenta, forma parte esencial, en todos los sentidos, de su identidad. Su nombre árabe alude a la planicie del lugar –«al-Basit», el llano, la llanura...–, pero a mí me gusta más pensar en sus amaneceres, en el alba que sugiere su nombre: así que yo la llamo «Alba City», porque esta es la ciudad donde siempre aguarda una ocasión luminosa detrás del despertar.
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