Ángela Vallvey
Calpe y el peñon de Ifach
Con casi la mitad de extranjeros entre su población, las gentes llegan a este rincón alicantino con la conciencia de querer vivir en un paraíso de calas y playas insólitas
Con casi la mitad de extranjeros entre su población, las gentes llegan a este rincón alicantino con la conciencia de querer vivir en un paraíso de calas y playas insólitas.
Calpe surge en la Marina Alta, Alicante, frente al peñón de Ifach, de 332 metros de altura, símbolo de la Costa Blanca. Casi la mitad de su población es de nacionalidad extranjera. Las gentes llegan de lugares lejanos para asentarse aquí, con la conciencia de querer vivir en un paraíso natural de calas y playas insólitas. No es extraño que, desde la Edad de Bronce, los humanos se hayan instalado al borde de estas playas. El peñón se eleva como un monumento sagrado en medio del mar, mirando orgulloso, con ojos de almendro alumbrado por el resol de la mañana. En invierno, las gaviotas se deshojan por el cielo como manchas de color nacarado aleteando en torbellino. Quizás añoran Benidorm, su ingenua embriaguez de paquete turístico sencillo, con bocata y baile incluido, con su amor otoñal de brazos abiertos y paseos por la playa bajo un cielo perfecto.
Calpe tuvo un recinto amurallado para evitar ser saqueado por los piratas, que llegaban desde Argel y podían secuestrar a cientos de personas que luego vendían o intercambiaban por algunos de sus correligionarios. Pero el sitio es tan especial que crecía más allá de las murallas. Extramuros, la multitud se apiñaba en arrabales que se orientaban al mediodía. Sus gentes se hacían a la mar, cultivaban la tierra, se dedicaban a la producción salinera..., hasta que el tiempo y la historia fueron convirtiendo a esta ciudad afortunada en objeto de deseo de los turistas que veraneaban en la costa. En los años 60 del siglo XX, Calpe, al igual que sus vecinos, se transformó para dar satisfacción al fenómeno del turismo de masas. Pasó de ser una población agrícola, pesquera y salinera, a convertirse en parque natural y atracción turística, todo lo cual modificó radicalmente su economía y urbanismo.
Antaño, las masías eran blancas, hoy los chalés adosados intiman con la calma de un cielo de piedra. Podríamos estar en el jardín de las Hespérides –diría, quizás, Ciro Bayo–, si no fuese porque hay demasiados suecos jubilados. El Ifach reina silencioso contra un cielo de color azul marino, de espaldas a la tierra y su bosque mediterráneo con cosechas de atardecer. Los pinares forman callejones intercalados en las urbanizaciones donde aún cuelgan tiestos de geranios en la parcela de algún inglés expatriado.
Al peñón se lo puede vislumbrar al mediodía, cuando el calor reparte aleteos de fuego sobre las ondas del mar. Es posible verlo entre árboles que, desde la orilla, no se cansan de contar las gaviotas que merodean su cúspide. Las nubes son racimos de color de rosas que vagan, igual que aves marinas ansiosas de bosque mediterráneo, sobre olorosos algarrobos, olivos con vocación marinera, o higueras tiernas que se arrodillan, cargadas de frutos. La huerta alicantina es la manera que tiene la tierra de hacer frente al sol, de esquivar su abrupta sequía, el vuelo abrasador del aire que trepa desde el mar hasta las sierras.
En este rincón del mundo, la inmensidad es clara y la claridad inmensa. El color azul se conjuga con la brisa, y las playas tienen vocación de horticultura. La sal, el recuerdo de la sal, se ha quedado en forma de salinas, y se explota todavía en salazones y viveros, además de erigir un parque natural incomparable. Se pasa en una transición, deslumbrante y olorosa, de la huerta a la aspereza de la piedra, de la sal al geranio, de los frutales a la sierra. Aquí la tierra y el mar recogen los frutos de la Cordillera Ibérica en forma de espacio audaz, de elegancia tranquila, de azules latinos recién declinados.
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