Actores
Dustin Hoffman, un graduado de honor
El actor alcanzó el estrellato con este filme que cuestionaba las clases medias y convertía a la señora Robinson en una nueva Lilit del siglo XX
El actor alcanzó el estrellato con este filme que cuestionaba las clases medias y convertía a la señora Robinson en una nueva Lilit del siglo XX.
Más que una película fue una «perestroika» para las pudientes clases medias. «El graduado» resultó una estaca en el corazón para las familias biempensantes y los proselitistas de ese materialismo huero de chalés adosados y caniches ladradores. Bajaba para siempre el telón del sueño americano y la «American Way Life» quedaba minimalizada a una torpe carpintería, un armazón sostenido por un bastidor de en-gaños, mentiras y convencionalismos espurios.
Mike Nichols, el director, que ya había ahondado en delicadas fisuras con «¿Quién teme a Virginia Woolf?» (1966,) sacudía los cimientos de la sociedad con una cinta vendida con el membrete de comedia a pesar de ese torrente de tristeza que le latía de fondo al enseñar a los espectadores que aquellas sólidas familias que formaban la nación de las barras y estrellas estaban más próximas al sonido del silencio que a las coordenadas de un hogar, como si las batidoras eléctricas y los lavaplatos hubieran acabado convirtiendo sus sentimientos en un derivado del poliuretano.
Los sesenta trajeron una épica de autenticidad que acabó perdiéndose por el desagüe, junto al agua sucia que arrastra las migas de pan y los desechos de las comidas, pero que durante el «impasse» en que disfrutó de vigencia, desnudó los lugares comunes y las municipalidades de la convivencia que habían reducido el matrimonio a un monumento con figuras de cera.
La cinta desmontaba este decorado con un bisoño Dustin Hoffman, un intérprete que siempre ha tenido algo de «Rain Man», que encarnaba todo un rito de paso: el de la juventud a la madurez. Lo hacía mediante un alumbramiento sexual con medias de licra, abrigos de leopardo y las facciones de Anne Bancroft. Aunque la historia, tan propensa a estereotipos y sintetizaciones empobrecedoras, la haya reducido a una Lilit moderna, una sirena para adolescencias sin revolver, hay una cadena de preguntas sin resolver en las brasas suspendidas de sus cigarrillos. «¿Qué habría sucedido si hubiera terminado la carrera?» «¿Qué habría podido lograr si no me hubiera casado?».
«El graduado» es una de esas películas abundante en escenas míticas: la huida en autobús, las curvas de unas piernas sin fin, la frase: «Señora Robinson, está usted tratando de seducirme, ¿no es ver-dad?», Hoffman/Braddock chi- llando como un animal herido en el orgullo mientras golpea el cristal de una iglesia... pero existe una que nadie recuerda::
–Hablemos, señora Robinson.
–No tengo ganas.
–Elija un tema.
–Arte.
–¿Le gusta el arte?
–No. Dejémoslo. No tengo ganas de hablar.
–Dígame: ¿qué estudió en la universidad?
–Arte.
Un diálogo, que aquí se recrea tirando de memoria, ese endeble baúl de recuerdos, que ilumina las cepas amargas que han enraizado en el alma de la señora Robinson; una respuesta que permite entrever su pasado, lo que pudo ser y no fue porque se quedó embarazada del fulano ese que iba de paso, un ligue oportuno que debió quedarse en un recuerdo de facultad y acabó siendo el marido que ninguna mujer desea. La maldad de la estigmatizada señora Robinson provienen de esa hipocresía de esposos que duermen juntos, mientras piensan en otros. A la señora Robinson lo que le faltó fue el amante escandaloso que la robara del altar y se largara con ella en cualquier buseto cogido a las bravas en medio de la calle. Esa cosa genuina de patear las costumbres y romper las reglas, que es lo que trajeron los años sesenta. Puede que a Hoffman/Braddock y Katherine Ross/Elaine les aguarde el mismo destino cuando se bajen en la siguiente parada. Pero ya nadie podrá quitarles la sonrisa de los que, al menos por una vez han ganado a los terratenientes del decoro.
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