Papel

¿Estaba poseída Juana «La Loca»?

«Doña Juana la Loca recluída en Tordesillas» (1906), de Francisco Pradilla y Ortiz
«Doña Juana la Loca recluída en Tordesillas» (1906), de Francisco Pradilla y Ortizlarazon

Una carta del jesuita Francisco de Borja a Felipe II de mayo de 1554 describe al entonces príncipe la enfermedad de su abuela Juana y le propone varios remedios

Mientras investigaba en su día entre el inmenso arsenal de documentos inéditos del proceso de beatificación (Positio) de Isabel la Católica para componer mi libro «Isabel íntima» (Planeta), me topé con un legajo excepcional: una carta del jesuita Francisco de Borja, ex duque de Gandía y futuro santo de la Iglesia católica, al también futuro rey Felipe II. La carta es de las que quitan el hipo. Fechada en mayo de 1554, el clérigo describe al entonces príncipe Felipe la enfermedad de su abuela y propone varios remedios; entre ellos, que se impida a las mujeres al servicio de la reina entrar en sus habitaciones, que se coloquen crucifijos en todas las dependencias del palacio, y que la propia infeliz oiga Misa diaria y, a ser posible, se le lean los Santos Evangelios. ¿Qué tenían que ver todas esas recetas espirituales con la presunta enfermedad mental que hizo pasar a la historia a la hija de los Reyes Católicos con el popular sobrenombre de Juana «la Loca»? Don Felipe accedió gustoso a todo eso... ¡menos a los exorcismos para curar a su abuela enferma! La reina Juana I de Castilla llegaría a estar loca, en efecto, de amor y de celos.

Había nacido el 6 de noviembre de 1479, «a las tres horas después de la salida del sol», en el palacio toledano del conde de Cifuentes. El embajador Gutierre Gómez de Fuensalida, desde Bruselas, escribió a Juana –cuando era ya esposa y madre– que la había encontrado «hermosa a maravilla». Y no era un exceso de diplomacia, pues la joven Juana tenía una resplandeciente melena negra, la piel morena y los ojos de un verdemar que parecían clonados de los de su madre. Aunque, en honor a la verdad, la infanta era la otra cara de su abuela paterna, la bellísima Juana Enríquez, por lo que su madre solía llamarla, en broma, «mi suegra».

Sus desposorios por poderes con Felipe el Hermoso, duque de Borgoña entre otros títulos, se celebraron en Malinas, el 5 de noviembre de 1495.

Rendida a sus encantos

Celosa de su esposo, como decimos, ante quien quedó deslumbrada nada más conocerle («el día que nació, debieron alegrarse el Cielo y la Tierra», dijo ella, rendida a sus encantos), Juana –en avanzado estado de gestación– se levantó de la cama una noche en Gante para acompañarle a un baile que se les ofrecía. Poco después, sobre la una de la madrugada, sintiéndose indispuesta, fue conducida a las letrinas del palacio en que se daba la fiesta y allí, en tan indecoroso lugar, alumbró a su hijo Carlos, que había de ser el soberano de medio mundo como Carlos I de España y V emperador de Alemania. Corría el 24 de febrero de 1500.

Tras la muerte de su infiel marido Felipe el Hermoso, la pobre Juana acabó sus días confinada en la fortaleza de Tordesillas. En aquel gélido torreón podía ver el ataúd de su esposo por una ventana que daba a la iglesia del antiguo convento de Santa Clara. Allí malvivió la desdichada durante 47 años, en el mismo torreón donde cada siglo había estado encerrada una reina de Castilla. El obispo de Málaga describió su horrible cautiverio sin pelos en la lengua, en otro documento que descubrí, estupefacto, entre la vorágine de legajos de la Positio:

«La reina duerme en el suelo, como antes. No se cambia de ropa interior, ni se peina ni se lava la cara. Su falta de higiene es grande, tanto en su rostro como, según dicen, en las demás partes de su cuerpo. Y come en el suelo, en platos de barro, que luego esconde debajo de los muebles. Su vestir es tal que casi no es permitido nombrarlo así. Y todo semejante... Pierde muchas veces la Misa, porque suele almorzar a la hora en que se celebra y no encuentra ocasión de oírla en el resto del día». ¿Podía imaginarse en semejante estado de abandono a toda una reina de España, madre de Carlos I y abuela de Felipe II, los dos Austrias mayores de la dinastía eclipsada por el nefasto monarca Carlos II «el Hechizado»?

Desde la Semana Santa de 1552 hasta la de 1554, Francisco de Borja visitó varias veces a doña Juana; el único que le llevó consuelo y la asistió espiritualmente en el lecho de muerte. ¿Sospechaba él acaso que la reina podía ser víctima en realidad de alguna afectación diabólica? A juzgar por la terrible carta que legó a la posteridad sin saberlo, parece ser que sí.