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El equino que conquistó una ciudad

«Canta cómo estaba dispuesto el caballo de madera construido por Epeo con la ayuda de Atenea, máquina engañosa que el divinal Odiseo llevó a la Acrópolis, después de llenarla con los guerreros que arruinaron Troya»

Momento en el que, según la narración homérica, una vez llegada la noche los aqueos abandonan el caballo, atacan a los troyanos y abren la ciudad al enemigo
Momento en el que, según la narración homérica, una vez llegada la noche los aqueos abandonan el caballo, atacan a los troyanos y abren la ciudad al enemigolarazon

«Canta cómo estaba dispuesto el caballo de madera construido por Epeo con la ayuda de Atenea, máquina engañosa que el divinal Odiseo llevó a la Acrópolis, después de llenarla con los guerreros que arruinaron Troya».

Así describe Homero el ardid dispuesto por Ulises, el caballo de madera que sirvió a los aqueos para entrar en la ciudad de Troya y provocar su caída. Este relato, en tanto que narración mítica, no requiere de lógica, pues cumple su función. Ahora bien, bajo una mirada «racional» no deja de causar perplejidad la inocencia de los troyanos y es esta la causa de que, desde antiguo, muchos hayan tratado de ver en el relato una versión deformada de una realidad histórica o, al menos, comprensible, acaso distorsionada por el paso del tiempo o su trasformación en mito. Así, los autores clásicos Pausanias y Plinio interpretaron el caballo como simple ariete, lo que por su parte Servio llamó un machinamentum bellicum, con el que o bien se derribarían los muros de la ciudad, o bien serviría a los aqueos para entrar a escondidas en Troya. Estas opciones se enfrentan, sin embargo, con el hecho de que no parecen haberse empleado armas de asedio durante el Bronce Final.

Otros autores, como Eurípides y los poetas de los siglos IV y V d. C. Trifiodoro y Quinto de Esmirna proponen que el caballo de Troya pudo en realidad ser un barco. Diversos historiadores actuales se acogen a esta posibilidad y señalan que se trataría, según esta hipótesis, de un barco dotado de un mascarón de proa en forma de caballo, perteneciente al modelo de navío denominado híppos («caballo» en griego), ligero y alargado, con tracción a vela y a remo, muy común en el Mediterráneo oriental durante el Bronce Final. Ejemplos del mismo los podemos ver en los relieves de la ciudad asiria de Khorsabad.

Estos mascarones permitían distinguir una nave de otra y sabemos que en época clásica era costumbre, al término de una batalla, el dedicar los espolones (rostra) a la divinidad que había propiciado la victoria. En el caso de grandes victorias se dedicaba no solo el espolón o mascarón de proa sino el barco entero. Así sucedió con tres naves fenicias tras la batalla de Salamina (480 a. C.) sacadas del mar y exhibidas en tres templos distintos, costumbre que perduraría en época helenística y que resultó en la presencia de al menos dos grandes naves en el recinto cultual de Delfos.

Conforme a esta hipótesis, no es descabellado proponer que el caballo de Troya no fuera sino «el barco de Troya», un navío abandonado en la playa por los aqueos y tomado como botín de guerra por los troyanos, en cuyo interior se escondieran Ulises y otros guerreros. Determinar la historicidad o no del relato queda fuera de nuestro alcance, pero es una suposición razonable asumir que los navíos capturados pudieran exhibirse como trofeos de guerra y que fuera esa práctica la que diera lugar al mito homérico.

Para saber más:

«La Guerra de Troya»

Desperta Ferro Antigua y Medieval

n.º 30

68 pp.

7€

El enemigo más anciano de su majestad

Patrick Grant fue el último superviviente de la rebelión Jacobita de 1745, ya que falleció en 1824 a los ciento diez años. Hijo de un arrendatario de Glen Dee y educado por el sacerdote de Inverey, se ganaba la vida como tejedor y sastre, pero en 1745 se unió a las tropas del clan Mackintosh. Grant era un firme partidario de las tácticas tradicionales de los highlanders y aconsejó al Estado Mayor del príncipe Carlos que antepusiera la lucha cuerpo a cuerpo al fuego a distancia. En cierta ocasión estalló: «¡Oh, deshagámonos de esta cosa innecesaria de las armas de fuego; aquí nos lanzamos sobre los petimetres con nuestras espadas!» Grant combatió en Falkirk y en Culloden, donde cayó prisionero. Primero fue encerrado en el castillo de Inverness y luego trasladado al de Carlisle, de donde logró evadirse para regresar a su hogar. Tras ocultarse algún tiempo, pudo volver a la vida civil sin ser objeto de persecución. Hacia el final de sus días, su historia atrajo la atención pública y, en 1822, fue presentado al rey Jorge IV en Edimburgo como «el enemigo más anciano de Su Majestad». Admirado, el monarca le concedió una pensión anual de cincuenta y dos libras.