Historias
La ciudad que costó escudo y medio
En 1597, soldados de los tercios tomaron Amiens, urbe de gran tamaño e importancia, en un golpe de mano que aunó inventiva y sangre fría
En las guerras de inicios de la Edad Moderna, con tal de evitar un sitio formal, los atacantes daban pruebas de su fértil imaginación y recurrían a toda clase de estratagemas, de las que da fe Julio Albi en su libro «De Pavía a Rocroi. Los tercios españoles.». La toma de Amiens, en 1597, fue muy espectacular. Hernán Tello de Portocarrero recibió información de que la guarnición de la plaza se consideraba segura y hacía con poco celo el servicio de guardia. Tras confirmar el dato al introducir disfrazado en la ciudad a un sargento aragonés que hablaba francés, decidió asestar el golpe. Se trataba de una empresa de consideración por el tamaño y la importancia del objetivo. Por eso movilizó a dos mil doscientos hombres, quinientos cincuenta de ellos españoles, pertenecientes a diez banderas de tres tercios distintos.
El grueso de la tropa se emboscó cerca de la ciudad, con un destacamento adelantado de trescientos hombres
–doscientos españoles y el resto valones e italianos– escondido en una ermita a quinientos pasos de la muralla. Al amanecer, se abrieron las puertas y la guardia hizo someramente el preceptivo reconocimiento de los alrededores, de forma que no se percató de la presencia enemiga. A continuación, se admitió la entrada a los campesinos que acudían a comerciar. Entonces se puso en marcha la operación, con un grupo de hombres disfrazados que se habían manchado las caras y las manos para parecer agricultores.
En primer lugar, avanzaron dos soldados, uno milanés y otro valón, y el sargento aragonés, llevando a la espalda sacos de legumbres y frutas. Detrás, un carro con tres borgoñones y un valón sentados en él. Finalmente, seis valones más, «todos oficiales reformados y gente de confianza». Solo los tres de vanguardia tenían armas, unas pistolas escondidas entre las ropas. Llegados a la puerta, era tan miserable su aspecto que la guardia les invitó a que se acercaran a una hoguera para calentarse, «que no les fue luego de poco servicio para poder menear las manos». Allí intercambiaron bromas sobre la proximidad de los españoles, pero algo sospechó un sargento francés, ya que interpeló al aragonés preguntándole de dónde era. El otro, sujeto de pocas palabras, respondió: «De aquí soy», y le descerrajó un tiro. Inmediatamente, sus compañeros cogieron las armas que el enemigo tenía en el cuerpo de guardia y empezaron «a menear las manos». Tan bien lo hicieron que mataron a varios de los sorprendidos enemigos. Mientras, los del carro colocaron el vehículo bajo el rastrillo de la puerta y desengancharon los caballos. Un francés cortó la cuerda que sujetaba el rastrillo, pero el carro frenó la caída y las puntas de hierro no llegaron al suelo. Arrastrándose por ese espacio, la gente procedente de la ermita entró en Amiens y se unió a la lucha. Poco después, el peso del rastrillo perforaba el obstáculo, y todas las puntas menos una lo atravesaron. Por el hueco restante siguieron pasando hombres a gatas, que acabaron por vencer la resistencia. Así cayó Amiens. El sargento aragonés recibió el mando de una compañía. Moriría de capitán en la batalla de las Dunas. Un sargento mayor pagó de su bolsillo los sacos de los falsos campesinos. Le costaron un escudo y medio, «con que se ganó una de las mejores ciudades de Francia».
PARA SABER MÁS
«De Pavía a Rocroi. Los tercios españoles»
Julio Albi de la Cuesta
440 pp.
24,95
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