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La entrada en Roma del Gran Capitán

Además de combatir al francés en el sur de Italia, el papa solicitó a Fernández de Córdoba que prestara ayuda a Roma contra el temible pirata vizcaíno Menaldo Guerra.

Entrada triunfal del Gran Capitán en Roma. © Radu Oltean/Desperta Ferro Ediciones
Entrada triunfal del Gran Capitán en Roma. © Radu Oltean/Desperta Ferro Edicioneslarazon

Además de combatir al francés en el sur de Italia, el papa solicitó a Fernández de Córdoba que prestara ayuda a Roma contra el temible pirata vizcaíno Menaldo Guerra.

«Gonzalo Hernández (sic.) tres días después entró en Roma por la puerta de Ostia a guisa de triunfante, acompañado de las voces y alegría del pueblo romano, las cuales voces demostraban verdaderamente el gran beneficio recibido de su mano. Fue reputada aquella alegría por más noble que la gloria de un justo triunfo, porque esta victoria fue adquirida para grandísima utilidad y provecho de la república romana [...]». El 9 de marzo de 1497 don Gonzalo Fernández de Córdoba entró en la Ciudad Eterna aclamado como si de un nuevo césar se tratase. Lo hizo por la puerta Ostiense –o de San Pablo–, una de las entradas meridionales de la Muralla de Aureliano –construida a partir de 271 d. C.– que daba paso a la vía Ostiense. Erigida entre dos torres de bases semicirculares y especialmente reforzadas para aguantar el ataque de diversas armas de asedio, en su origen poseía dos arcos y en su interior se hallaban varias cámaras para dar cobijo tanto a la guarnición militar como a los recaudadores de impuestos. Delante de la puerta se encuentra la pirámide de Cayo Cestio Epulón, de inspiración egipcia, y terminada de construir en 12 a. C. para ser la tumba de este miembro de los septemviros o epulones, uno de los cuatro colegios religiosos más importantes de la Roma antigua. La población dio la bienvenida a Gonzalo enfervorizada y agradecida por haber acabado con la amenaza que había supuesto el corsario vizcaíno Menaldo Guerra quien, tras haber tomado el puerto de Ostia, había cortado la navegación del Tíber, lo que había provocado una gran carestía en la ciudad. El propio papa Alejandro VI fue quien había pedido al Gran Capitán que acabase con el nido de piratas a sueldo de los franceses.

Tras franquear la puerta, Gonzalo dirigió sus pasos hacia el centro de la urbe, donde le esperaban el papa y el Colegio Cardenalicio. Al presentarse ante ellos, el pontífice loó sus acciones y le felicitó por la imaginativa táctica que había desplegado para divertir y batir al vizcaíno. Esta se había dividido en dos pasos: primero atacó un lado de las murallas de Ostia con la mayor parte de las tropas pero, cuando Menaldo desplegó las suyas para frenar la embestida, lanzó un segundo ataque por el lado opuesto con lo que cogió al corsario entre dos fuegos, que no pudo más que rendirse o perder la vida. Poco tiempo después Gonzalo abandonó la Ciudad Eterna y marchó otra vez hacia Nápoles, los asuntos de la guerra reclamaban su presencia. Fue tras su vuelta al reino cuando los soldados comenzaron a llamarle «Gran Capitán».

Para saber más

«El Gran Capitán»

Desperta Ferro Historia Moderna n.º 19

68 pp.

7€

El empleo de elefantes de guerra es, sin duda alguna, la principal seña de identidad de los ejércitos helenísticos, ya que al margen de su valor estrictamente militar eran un innegable elemento de prestigio para los monarcas. Su adquisición, entrenamiento, cuidado y manutención podía costar verdaderas fortunas, especialmente en el caso de los elefantes indios, que debían ser comprados a los Maurya (Seleuco llegará a negociar con los monarcas indios la cesión de las provincias más orientales de su reino a cambio de un contingente de 500 elefantes). Las potencias helenísticas más occidentales, como Egipto o el mismo Pirro de Epiro en su intervención en Italia, se decantarán por el empleo de elefantes de bosque norteafricanos, de más fácil obtención aunque bastante más pequeños. Sobre los elefantes de guerra indios se instalaban torres (houdah), en las que se solía posicionar un piquero, para mantener a los enemigos a raya, y uno o dos infantes equipados con armas de proyectil. La cuestión de si los elefantes norteafricanos serían capaces de transportar torres está abierta a debate. En cualquier caso, la importancia militar del elefante no radicaba en que su dotación fuera en una torre o a horcajadas sobre su lomo sino en el elefante en sí mismo. Sobre el cuello de los paquidermos monta un mahout ("montador de elefantes"), conductor y cuidador del animal. Los mahout indios se servían de una ankusa, combinación de puya y garfio con el que manejaban a su elefante mediante pinchazos leves o fuertes en zonas sensibles como las orejas, y con el que podían descabellar al animal si este perdía el control.

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