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Ni descanso ni paz

No había indios que provocaran menos simpatía entre los habitantes de la frontera que los apaches, Sus incesantes ataques sorpresa mantenían a los habitantes de Arizona en un continuo desasosiego

Ni descanso ni paz
Ni descanso ni pazlarazon

No había indios que provocaran menos simpatía entre los habitantes de la frontera que los apaches, Sus incesantes ataques sorpresa mantenían a los habitantes de Arizona en un continuo desasosiego.

El sufrimiento que causaban a sus cautivos, a los que torturaban con una crueldad exquisita, repugnaba a la gente del territorio e infundía en ellos una ardiente sed de venganza sobre todos y cada uno de los apaches, sin distinción.

Como guerrilleros, los apaches no tenían igual, y no compartían la bravuconería individual que, a menudo, empujaba a los guerreros de las llanuras indias. Según dijo un capitán que luchó contra ellos, los apaches «preferían merodear como un coyote durante horas y después matar al enemigo antes que, por exponerse de un modo insensato, recibir una herida. Las precauciones que toman demuestran que son soldados excepcionales». Hacia principios de 1870, estaban mucho mejor armados que cualquier otros indios del Oeste y casi todos los guerreros tenían un rifle de repetición, y aunque eran jinetes mediocres, lo compensaban con creces gracias a su enorme resistencia a pie.

La actitud displicente del ejército hacia los ataques de los apaches reflejaba el lamentable estado en el que se hallaban los asuntos militares en el territorio de Arizona, donde había dos mil soldados dispersos a lo largo de una docena de puestos, la moral era baja y la deserción, rampante a pesar de no haber a dónde ir. Las condiciones de vida en el ejército en Arizona eran execrables; tan malas que un joven médico temió volarse los sesos antes de que terminara su servicio. En Fort McDowell, la gravilla del patio absorbía durante el día el calor suficiente como para mantener el aire nocturno casi tan sofocante como la temperatura diurna, que en ocasiones superaba los 46° a la sombra, «si es que hubiera habido alguna sombra a la vista». Los oficiales y los soldados vivían en unas toscas estructuras de adobe infestadas de venenosas hormigas rojas, que, para colmo, apestaban cuando se humedecía el estiércol de vaca utilizado para rellenar las vigas. No había verduras ni frutas, y la disentería campaba a sus anchas. Por no hablar de los indios hostiles que merodeaban de noche por los alrededores.

Por infinidad de razones, las guarniciones carecían, a menudo, de los medios para responder a los ataques. El transporte era limitado y poco fiable. Bajo el calor intenso del desierto, los carromatos del ejército se resquebrajaban y la falta de remontas con frecuencia paralizaba a la caballería. Las reservas de munición eran siempre escasas. Dado que no había ninguna línea de diligencias que operara en Arizona, los mensajes tardaban semanas en llegar al cuartel general del Departamento en San Francisco. El sistema militar, que hacía hincapié en el combate convencional, resultaba inútil en una guerra de contraguerrilla en el desierto. Pero, a pesar de todo, entre 1866 y 1870 el ejército había acabado con más indios en Arizona que estos con soldados, y aunque no puso fin a las razias, las bajas comenzaban a ser insostenibles para los apaches.

Guerra de desgaste

Ningún líder apache comprendió la terrible lógica de una guerra de desgaste mejor que Cochise, cuya pugna contra los norteamericanos acababa de entrar en su décimo año. Desde su baluarte de las Montañas Dragoon, en el sudeste de Arizona, Cochise dirigía la lucha, hasta que en agosto hizo lo que nadie esperaba: propuso al oficial al mando de Camp Apache, el comandante John Green, iniciar conversaciones de paz. «Estaba cansado y quería dormir –informó Green–. Las tropas habían matado a casi todo su grupo y le causaba preocupación mortal». Tal como dijo él, no encontraba «ni descanso, ni paz».

Cochise necesitaba paz no solo para su pueblo, ya reducido por la guerra a menos de cuatrocientas personas, sino también para prolongar su propia vida. El jefe guerrero que había derrotado al Ejército norteamericano durante una década estaba perdiendo una lenta batalla contra un cáncer de estómago.

Para saber más:

«La tierra llora»

Peter Cozzens

Desperta Ferro Ediciones

624 pp.

27,95 €

La vida del Galeote

En el siglo XVI, entre el 60 y el 70 % de los remeros de las galeras eran forzados, entre un 10 y un 30 %, esclavos, y buenas boyas (remeros libres), el resto. Un poema del siglo XVI titulado «La vida en la galera preguntada por un caballero de Sevilla a un galeote de la misma ciudad» describe las difíciles condiciones de vida de los remeros, como su exposición a las inclemencias: «En invierno perecemos / De frío por los remiches, / Como ropa no tenemos; / Y en verano no podemos / Dormir con las muchas chinches». Por no hablar del escaso y pobre alimento que recibían: «Después del hombre molido, / Le dan para su yantar / Un poco de pan podrido / Sin virtud y humedecido / Con la propia agua de mar». La mayoría de los forzados eran de baja condición social y uno de los colectivos más penalizados fue el de los gitanos, para quienes se decretó la pena de galeras en 1539.