Investidura de Donald Trump
Melania: quiero ser Jackie
La nueva primera dama de Estados Unidos, Melania Trump, eligió hoy un vestido clásico azul cielo de Ralph Lauren que le ha valido comparaciones con la considerada primera dama con más estilo, Jacqueline Kennedy
Donald Trump no viene solo. Le acompaña una troupe de hijos, dedicada a gestionar el patrimonio, y una mujer, Melania. A la guapa le corresponde ahora el papel más improbable. Ser musa y escudero, madre y fetiche, parachoques y boya. Ejercer de rostro humano para dulcificar la bilis. Como cualquiera, y más si es un panoli, corre el riesgo de disolverse al contacto con la política, ácido sulfúrico capaz de corroer las mejores armaduras. Carece de experiencia y currículum. No es fácil ejercer de poli bueno cuando el malo tiene la boca ancha y un arsenal de tuits como cabezas nucleares. A su boda, celebrada en el aparatoso Xanadú que tienen en Florida, asistieron los Clinton. Pero Melania no imaginó que el menda del flequillo rubio acabaría en el Despacho Oval. Como todas las jóvenes 90/60/90 ella vino a llevarse la vida por delante. O en su defecto a un millonario. Maquillada y risueña, fotografiaba Central Park a bordo del jet privado sin advertir que la verdad desagradable asoma. A partir de hoy le toca ejercer de Michelle Obama sin acogerse al copiar y pegar. O de Nancy Reagan privada del consuelo de una buena laca.
A Melania, si quiere salvarse, le conviene encontrar una causa. Un relato, que diría un remilgado o un entrenador del Cadete A de la Masía. Al repasar la enciclopedia (Wikipedia, tampoco crean), verán que Jacqueline Kennedy ejerció de icono de la moda cuando los modistos eran Coco Chanel y Cristóbal Balenciaga. Que Lady Bird Johnson amaba los pájaros y los abetos, Betty Ford y Laura Bush pelearon por los derechos de las mujeres y Nancy puso el careto al servicio de la lucha contra las drogas (y el encarcelamiento de millones). A Barbara Bush le interesaba la escuela y Hillary, la más dura del barrio, cosechó la primera de una espectacular serie de exitosos fracasos cuando intentó que la sanidad fuera universal y gratuita. A Michelle Obama, sueño imposible de unos demócratas huérfanos, le dio por los ex combatientes y la gordura infantil. Todos esos empeños comparten el blindaje tesla frente al encono partidista. Nadie defiende un mundo previo a las sufragistas, la devastación de la Amazonía o que 17 millones de adultos y 3 millones de niños pierdan la cobertura sanitaria. Nadie excepto el cónyuge de Melania.
Un día especialmente afortunado Trump le explicó a un reportero que «cuando eres famosos las mujeres te dejan hacerles de todo, cogerles del coño, lo que sea». Después del incidente los periodistas escribimos que su futuro estaba decidido. Tan resuelto que, mira por dónde, ganó las elecciones. Los líderes republicanos también corrieron. Primero a desmarcarse («es intolerable», «ya basta») y después a coger sitio frente a la ventanilla. El mejor fue Mitt Romney, que había renegado en un discurso implacable y acto seguido lo invitó a cenar ancas de rana en Jean Georges por ver si le daba un empleo. Melania, que le conoce bien, se limitó a declarar que «Las palabras que usó son ofensivas e inaceptables. No representan al hombre que conozco, que tiene el corazón y la mente de un líder. Espero que la gente acepte sus disculpas, igual que yo he hecho, para centrarse en los asuntos importantes que enfrentan nuestra nación y el mundo».
w aceptar contradicciones
Por ahí, aceptando las contradicciones del rinoceronte que tiene por santo, había encontrado una claraboya para asomarse al mundo. Su otra defensa, más allá de que apueste o no por los derechos del búho y la nutria, tiene que ver con la explotación inteligente de la burricie. Igual que Donald, pero al revés. Si el nuevo presidente fanfarronea de errores, si considera que no hubo otro igual desde Alejandro y troca cada lío en una clase magistral de egotismo, a Melania le toca componer su mejor rictus de niña cazada en falta. Deberá ganarnos con la ingenuidad del que falla un penalti y pide perdón a la grada. Ya vislumbramos la primera prueba de esa táctica cuando después de fusilarle un discurso a Michelle se encogió de hombros pudorosa e hizo bromas a costa de sí misma. Como casi cualquiera copió alguna vez en un examen, los votantes, lejos de alborotarse, reaccionaron con la solidaridad reservada al compañero de infortunios. Hizo trampas, pero parece buena chica y el que esté libre de pecado y blablablá.
Hará bien Melania si concentra sus pasos en seguir el modelo Jacqueline. Declaraciones muy medidas, silencio ante cualquier pregunta incómoda y mucho desfile de trapos, en el supuesto de que logre romper el cerco de los diseñadores dispuestos a boicotearla. Ya que no una primera dama carismática por sus columnas, como Eleanor Roosevelt, que sus zapatos, chaquetas y vestidos hablen por ella. Eso y una sonrisa a juego, monísima, que lo mismo vale para posar en la escalerilla del «Air Force One» como para ocultar cuanto desconoces.
En algún momento escribí que mientras Donald iba de error en error hasta la victoria final, ella ni siquiera parpadeaba. Si Trump nos convenció de que es millonario, pero de clase trabajadora, Melania reafirma doblemente la predicción zapateril de los cientos de miles, no imaginas Sonsoles, que podrían ser presidente. O primera dama. Es lo que tiene el populismo. Empieza por renegar de la casta y asume como inquilina de la Casa Blanca a una chica sin otro oficio conocido que el de hacerse selfies entre columnas rococó. Hay en su triunfo, la inmigrante que acabó reinando, un extraordinario colofón a la dudosa historia del constructor que hereda el sillón de JFK. Más le vale a Melania persistir en el recogimiento y apostarlo todo a la empatía que genera el ignaro afable si quiere servir de cortafuegos para una presidencia que hereda el mayor espectáculo del mundo de manos del circo Ringling. Rodeada de payasos, suya es la pista.
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