Moda
Inmortal elegancia
Givenchy siempre será el diseñador de la camisa «Betina» y de los mejores vestidos, en la pantalla y en la vida real, de Audrey Hepburn
Givenchy siempre será el diseñador de la camisa «Betina» y de los mejores vestidos, en la pantalla y en la vida real, de Audrey Hepburn.
Como todos ustedes todavía estoy en shock por la aparición el domingo del cuerpo sin vida del «pescaito» Gabriel, pero la vida es tan dura que puede llegar a golpearte dos días seguidos. Para los que amamos la moda, no solo como consumistas sino como convencidos de su sensibilidad próxima a la cultura, volvemos a estar de luto. Ayer perdimos a Hubert de Givenchy. Como muchos de sus admiradores ya han adelantado, y con la única excepción de su íntimo amigo Philiphe Venet, el último de los grandes nombres de la alta costura del siglo veinte. Me gustaría ser por unas horas Sonsoles Díez de Rivera, que lo quiso como una novia imposible quiere a su amor platónico, para poder deleitarles con mil y una anécdotas. Tendrán que conformarse con menos. Lo conocí hace treinta años en Guetaria, precisamente en el homenaje que «todo el mundo» le ofreció a Cristóbal Balenciaga al cumplirse el cincuenta aniversario de la presentación en París de su primera colección de alta costura (1937-1987). Había tenido el honor de sustituir a José María de Areilza como moderador de una mesa redonda en la que participaban diseñadores internacionales. Allí, escuchando mis palabras de introducción, estaba Hubert, junto a su gran amiga la marquesa de Llanzol. A Sonsoles de Icaza, madre de Carmen y de Sonsoles, no le apetecía mucho aquel ambiente. Les recuerdo que estábamos en el país vasco de 1987, con ETA imponiendo, explícita o implícitamente, el terror en cada minuto y cada rincón de ese prodigioso paraíso. La marquesa quería llevárselo de allí, a almorzar a San Juan de Luz, pero Hubert, respetuoso con las formas, creía que no podían hacerle ese feo a los anfitriones, al fin y al cabo, aquel homenaje había sido organizado por el Ministerio de Cultura, la Consejería de Cultura del gobierno vasco y el Ayuntamiento de Guetaria. Ese fue el primer día en que me sentí como una insignificante hormiga dándole la mano a un príncipe. Hubert me miró con un amable desprecio. Yo, víctima de la admiración que siempre me ha producido la elegancia, se lo perdoné ipso facto. Lo volví a ver cuarenta años más tarde, en la inauguración de su estupenda exposición en el Museo Thyssen, proyecto comisariado por Eloy Martínez de la Pera, que contó con la impagable ayuda de un Hubert entregado en cuerpo y alma. No solo dejó su estupenda colección, también vino a supervisar el montaje, a colocar muchos de los accesorios y complementos sobre los maniquíes mil veces repasados. Todos cuantos disfrutamos de esa exposición recordamos el lujo de ver juntos un impresionante Mark Rothko detrás y un no menos impresionante Givenchy. No sé si ese fue el verdadero elemento de convicción para que él aceptase, saber que esos vestidos iban a codearse con obras maestras de la pintura. James Marcel Taffin de Givenchy había nacido en Beauvais, en el seno de una poderosa familia protestante, ennoblecida, con el título de marqués en el siglo XVIII y vinculada a las prestigiosas tapicerías Gobelins y Beauvais. Desoyendo los consejos de su familia abandonó los estudios de abogado y prefirió llevar su espíritu creativo a la Escuela de Bellas Artes de París. Aprendió el oficio con Fath, Piguet, Lelong y Schiaparelli, aunque su obsesión era trabajar con Balenciaga. Nunca sabremos por qué éste le dijo que no, pero a cambio quiso protegerle toda su vida. Quizá por eso Givenchy fue su alumno más respetuoso, por encima de los que sí lo fueron, Courrègés y Ungaro, por eso coleccionó trajes de su maestro. Givenchy siempre será el diseñador de la camisa «Betina» y de los mejores vestidos, en la pantalla y en la vida real, de Audrey Hepburn. Los Galliano, McQueen y Tisci, que continuaron la leyenda de su casa, tal vez le otorgaron la modernidad que buscaba LVMH, pero la inmortalidad ya la había conseguido en 1952. Descanse en paz la elegancia.
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