Andalucía
El fracaso de la política educativa en Andalucía
Después del encontronazo con la realidad que el régimen político andaluz se ha llevado con el informe PISA, conviene escrutar qué plan tiene para salir del atolladero. Hace un mes, la consejera de Educación anunciaba a bombo y platillo el denominado Plan de Éxito Educativo 2016-2020, un cierre de filas en torno al fracasado modelo de las tres últimas décadas.
Leyendo el plan salta a la vista que la palabra «fracaso» molesta a los jerarcas de la Consejería de Educación, si bien han de rendirse ante la evidencia y proponer unas metas para erradicarlo: incremento de la tasa de graduación en la ESO para que todo el alumnado titule y que la tasa de titulados en Bachillerato o Formación Profesional abarque al menos el 85% de la población de 18 a 24 años. Significativamente, ninguna meta afecta a la enseñanza primaria. Que una parte creciente de sus alumnos revele serias carencias formativas en cuanto recala en los institutos no importa: lo que importa es que titulan.
La concreción de propuestas mantiene el añejo aroma de la naftalina pedagógica. En primer lugar, se salmodia al profesorado con las palabras-fetiche de siempre: calidad (como si fuese incompatible con el esfuerzo y la selección), equidad (como si la justicia no consistiese en dar a cada uno lo que merece) e inclusión; la excelencia, el esfuerzo y la disciplina continúan desterrados. Se apela a esos «vertiginosos cambios» que imponen nuevas necesidades educativas, ¡como si en los centros aún se recitase la lista de los Reyes Godos! Para animar al profesorado se acudirá a medidas como la promoción de mensajes audiovisuales con una «imagen positiva» de su labor o a una reducción de la carga burocrática que padecen pero que otras partes del plan desmienten. Ahí está, por ejemplo, la exhumación de las inútiles Pruebas de Diagnóstico en Secundaria.
En lo que se refiere a los alumnos, la pátina buenista del texto apenas encubre el designio de que los centros educativos continúen siendo espacios de adocenamiento y descontrol. Aquí brilla la perla más rutilante del plan: suprimir las expulsiones temporales para quienes acumulen faltas graves como si esto fuese habitual, no excepcional y –siempre– tras morosos procedimientos previos. La apuesta por la extensión de la Formación Profesional, que bien implementada solucionaría buena parte de nuestros problemas educativos, devendrá en hojarasca verbal mientras la oferta de plazas para el alumnado continúe siendo raquítica.
Se apela a la participación de las familias incitándolas a exigir la «redistribución y negociación sobre las relaciones de poder dentro y fuera del aula», un asalto a esas Bastillas que, según los asesores de doña Adelaida, constituyen nuestras aulas y departamentos didácticos. Desde APIA encarecemos a las familias a hacerlo, pero en los despachos de la Consejería de Educación y sus Delegaciones Provinciales, que son donde verdaderamente se encuentra ese poder que tolera que nuestros hijos padezcan tan mediocre sistema educativo.
El impulso para que el plan se lleve a cabo queda fundamentalmente en manos de la Inspección Educativa, a quien no deja de apelarse para que exija, controle y supervise, mientras un entramado de comisiones de seguimiento, evaluación y autoevaluación escudriña que todo esté atado y bien atado. Contemplando esta oleada cabe preguntarse cuántos planes de este calibre se han ensayado en Navarra o Madrid para ocupar los primeros puestos del ranking educativo nacional; sospechamos que ninguno. Desgraciadamente, y en tanto las políticas educativas de la Junta sean las que son, el fracaso escolar seguirá siendo una de nuestras señas de identidad autonómicas.
* Vicepresidente de la Asociación de Profesores de Instituto de Andalucía (APIA)
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