Ferias taurinas
El milagro de la fiesta
Sevilla. Abril. Maestranza. Van a dar las seis y media en la Plaza de los toros. Las cuadrillas cruzaron por la Calle Iris, descrita en la Ilíada como mensajera de los dioses y conocida en el barrio del Arenal como la calle de los valientes. En el patio, se escucha levemente el repique de los cascos de los caballos de picar. De la capilla sale el último banderillero, que termina de liarse en su capote. Los alguacilillos, montados en sus jacas castañas, aguardan que llegue el momento preciso. En la puerta de las taquillas cuelga el cartel de «No hay billetes».
Antes de que suene, desde el clásico toldillo de los chiqueros, el toque de clarín, desde la grada del 8, el viejo aficionado recuerda los años en los que comenzaba a venir a la que hoy es su segunda casa. Y añora los lances de Chicuelo, el empaque gitano de Cagancho, el toreo clásico de Ordóñez, las majestuosas verónicas de Curro Romero, el toreo de frente –siempre de frente– de Manolo Vázquez o los naturales de un chiquillo de San Bernardo al que llamaban Pepe Luis.
A través del túnel del tiempo, evoca con orgullo las grandes faenas, detalles de los mejores banderilleros o el nombre de algunos de los toros que dejaron su bravura sobre el albero del antiguo monte del Baratillo. La casi tricentenaria plaza ovalada de la Maestranza ha contemplado a lo largo de su historia cambios de gobierno, se supo sobreponer a las guerras y venció heroica a las tempestades. Y ahí se mantiene, como templo sagrado, donde durante estos días de feria rendimos culto los amantes de la tauromaquia para ver cómo se cumple el rito ancestral del hombre con el toro.
Algunos entendidos dicen que lo que antes era un acontecimiento social hoy es un espectáculo que sólo es venerado por las minorías. Pero no es cierto. Es evidente que el toreo encierra los valores más esenciales del ser humano: la inteligencia, la valentía, la honradez, la superación, la lealtad, el compañerismo... Virtudes todas ellas que debemos difundir entre la sociedad de hoy día.
Pero los taurinos no debemos confundir la realidad con el deseo, o lo que nosotros queremos con aquello que realmente queremos que sea. La tauromaquia, como todo, necesita amoldarse a los nuevos tiempos. No podemos dejarnos ganar la batalla con políticos que traten de cortar sus raíces ni con aquellos otros que se ponen la máscara de la farsa animalista.
La tauromaquia necesita de la emoción, porque constituye, por sí sola, la propia vida. Con sus luces y sombras, con sus triunfos y la trágica belleza de la muerte. Es parte consustancial de todos los españoles y de la cultura. Por eso, tenemos la obligación de cuidarla y de preservar todo el patrimonio que en torno a ella hemos heredado.
Van a dar la seis y media en la Plaza de los toros. Y los tendidos rebosan hasta la bandera... Está a punto de abrirse el cerrojo del portón de los miedos. Es el instante previo al milagro, cuando en la ciudad de las esperanzas, de Joselito y de Belmonte, de Triana y la Macarena, los toros resucitan como liturgia de la pasión y nos conducen al pórtico de una gloria efímera y eterna:
Detén el tiempo, Giralda,
quieto el patio de cuadrillas,
que el centro del universo
es la Plaza de Sevilla.
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