Videojuegos
Marcianitos
Con los catorce años todavía por cumplir, mi sobrino homónimo se entusiasma, absorto ante el videojuego de acción, y conversa por el microcasco con un compañero a mil kilómetros. «Quillo, coge ese fusil de asalto que no veas cómo pulveriza a los polis». Ruge emocionado cuando, en la pantalla, un avatar uniformado reviente después del impacto de un proyectil de fragmentación y hace gala, ante su tío perplejo, de su erudición armamentística. «Recrea el efecto de unas balas que se llaman RIP –en latín, ‘descansa en paz’–. Después de meterse en el cuerpo, se rompen para asegurarse de que alcanzan órganos vitales». Los padres con hijos adolescentes se llaman a andana ante la violencia que exuda el Fornite, entretenimiento de moda para la chavalería entre los doce y los dieciocho años, porque han olvidado su furia destructiva cuando, con esas edades, se ponían a los mandos de la máquina de marcianitos o pasaban noches en vela con «Comando», el programa de los primitivos ordenadores que se descargaba desde un radiocasete. Fingen escandalizarse con la violencia explícita –como si no existiese la consciencia de la ficción– cuando la realidad es que están sumidos en el abismo de la incomprensión generacional. La juventud, o sea, no está perdida; somos nosotros quienes vamos para viejos pero lo disimulamos con cataplasmas intelectuales tan ridículas como las que se aplicaban nuestros mayores al lamentarse por el reguero de cadáveres que dejaba cada entrega de James Bond. Y las vecinas se persignaban cuando Los Colegas sonaban a todo trapo con su desafío a «esas ladillas cibernéticas» que, implorantes, suplicaban piedad: «No me mates con tomate. Mátame con bacalao». El mundo no se acaba, queridos papás, sino que la tecnología avanza y despanzurrar muñequitos es hoy más atractivo que antes.
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