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Y el hombre mató al caballo
Ulrich Raulff indaga en la figura de los equinos y su importancia cultural, económica e incluso política y social a lo largo de la historia.
Ulrich Raulff indaga en la figura de los equinos y su importancia cultural, económica e incluso política y social a lo largo de la historia.
Hengroen era el caballo del rey Arturo, tan gallardo y sagaz como el propio hombre detrás de la mesa redonda. Artax, el caballo hablador de «La historia interminable», se hundía en el pantano de la tristeza y te rompía el corazón. Rocinante, el rocín flaco de «El Quijote», era en realidad el auténtico Sancho Panza de la historia, el fiel sirviente que sufría el choque con la realidad de todos los delirios del hombre demente. Los Houyhnhms eran ese pueblo de caballos inteligentes que el desesperado Gulliver se encontraba en su última aventura. En su vuelta a casa, Gulliver los echaba tanto de menos que prefería la compañía de caballos que la de hombres.
El caballo es una figura impresionante dentro del cauce estrecho de la cultura universal. Sobresale como fuerza viva, belleza más allá del alcance de los hombres. El 10 de julio de 1688, la Academia de las Ciencias de París determinó que la fuerza del caballo equivalía a la de siete hombres. Y, sin embargo, la fuerza no debería ser el único parámetro para determinar hasta qué punto puede llegar a ser superior al hombre. La figura del centauro nace como el deseo de interiorizar las virtudes del caballo dentro del hombre, aunque el resultado sea un alborotador, un impetuoso mozo, alcohólico y pendenciero, que sólo exaspera los vicios del hombre. El hombre siempre ha envidiado al caballo, el único animal al que se ha sentido inferior en muchos sentidos y que ha intentado «matar», domesticarlo hasta su extinción.
El periodista y escritor Ulrich Raulff, director del Archivo de Literatura Alemana de Marbach am Neckar y jefe de cultura del «Frankfurter Algemeine» presenta ahora «Adiós al caballo. Historia de una separación», intenso ensayo en el que indaga en la figura de este animal equino, cómo se convirtió en indispensable en la vida de los hombres y, sobre todo, cómo, a partir de los años 50, después de la Sgunda Guerra Mundial, su relevancia se convirtió en absolutamente residual. «Durante casi seis milenios se asoció al caballo la experiencia de una magnífica aceleración y velocidad. El caballo era la máquina veloz por excelencia, permitía dominar un territorio de una manera impensable sin él. Nietzche llamó a esta posibilidad histórica «la gran política». El caballo introdujo la posibilidad histórica de la política del poder, la política de conquista a gran escala», escribe Raulff, demostrando que el caballo fue herramienta vital para la transformación de los seres humanos.
El libro demuestra que todas las grandes ideas que en el siglo XIX obraron como fuerzas motrices de la historia, como la libertad, la grandeza, la compasión, la líbido, el inconsciente y lo tenebroso conducen de una manera u otra al caballo. La figura equina sirvió como sublimación y consiguió inspirar intelectualmente al hombre. De allí podemos hablar de la doble servidumbre, o cómo el gran domesticador ha sido el caballo, que ha convertido al hombre en el ser que es hoy,. Cuando le encontró era un bárbaro. Cuando lo dejó, lo único bárbaro fue que olvidase de la importancia de tan supremo animal con los delirios mecánicos y tecnológicos. Cuanto más nos separamos del caballo, más inhumanos nos volvemos. Es curioso. «Desde que tenemos el tren, los caballos corren peor», escribía Theodor Fontane.
Una vida de servidumbre
A principios del XX, la sobrepoblación de equinos se convirtió en un peligro para los hombres. En 1900, lo caballos dejaban 1.100 toneladas de heces y estiercol y 270.000 litros de orina al día. No todo era negativo. No podía ser de otro modo porque en 1880, los hosecarse o carruajes, que arrastraban 12.000 caballos, transportaban a más de 160 millones de pasajeros al año. Pero estaba claro que la sobrepoblación humana necesitaba de una sobrepoblación equina difícil de asumir. El motor no fue tanto una invención de oportunidad como de necesidad imperativa.
El ensayo nos lleva por todo el mundo, desde Herodoto a la campiña inglesa en los años 50, para demostrar que el caballo es al hombre como la mano al brazo, el gran instrumento ejecutor. A partir de allí nos demuestra también su gran carga simbólica, de Napoleón, que para Hegel era «el alma de Europa a caballo», a Tolstoi, del que se decía que era el hombre más apuesto del mundo cuando montaba a caballo.
El libro también repasa el impacto del equino en las artes, del simbolismo negro de Arnold Böcklin al exotismo de Courbet, el realismo de Segantini o el jockey onírico de Edgar Degas. Los románticos caballos de Géricault, los mitológicos corceles de Walter Crane o ese Napoleón atravesando el puerto de Gran San Bernardo de Jacques Louis David completan una iconografía que también incluye a Rubens, Picasso, Daumier o Lucian Freud.
En literatura tenemos que hablar, por supuesto, de Anna Sewell y su «Belleza negra» o la reciente «Caballo de guerra», de Michael Morpurgo que adaptó Spielberg al cine. Después está Mark Twain, D. H. Lawrence, John Steinbeck, Tolstoi y un larguísimo etcétera. «¡Mi reino por un caballo!», como diría Ricardo III.
«Adiós al caballo»
Ulrich Raulff, Taurus.
472 págs.,
23,90 eur.
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