Comunitat Valenciana

L’Eau de Fritanga, fragancia no deseada

Resulta fácil imputar el problema al extractor de humos, aunque el estado del aceite tiene una dosis de culpabilidad

Abrumados por el perfume aceitoso que reposa, en prendas y cabellos nos batimos en retirada. Extremen la atención y apliquen la tolerancia cero.
Abrumados por el perfume aceitoso que reposa, en prendas y cabellos nos batimos en retirada. Extremen la atención y apliquen la tolerancia cero.larazon

Si existe un problema hostelero, verdaderamente globalizado, son los olores a comida que, puntualmente y a veces de manera recurrente, nos acompañan al terminar la sobremesa. Motivados por la resonancia de la reciente sentencia del Tribunal Supremo italiano que considera que el olor a fritanga es un delito y pegados a la realidad por el acoso olfativo vivido esta semana, nos resulta la coartada perfecta para airear nuestro desconsuelo y proclamar a los cuatros vientos el anonimato de los extractores de humo.

A veces el olor a fritanga ejerce como anfitrión espontáneo, sin ser requerido. El fabuloso escaparate del almuerzo se ve sobrepasado por la trastienda olorosa. Sin que esto suponga hacerle ascos a la comida ofrecida.

Los síntomas más frecuentes, son la expectoración de humos (in)usual del discreto extractor. El padecimiento está ligado a la fragancia aceitosa en determinados establecimientos. Lo que popularmente se llama el «asesino de la ropa» que arruina cualquier almuerzo.

Al salir del local, el primer paso es aplicar oxigenoterapia a la ropa, para rehabilitarla, de las fragancias a las que hemos sido expuestos. Aunque a veces es demasiado tarde. Resulta fácil imputar el problema al extractor de humos, al observar su tamaño. Aunque quizás, el estado del aceite utilizado en la freidora tiene una dosis de culpabilidad.

Algunas fragancias hosteleras pasan (in)advertidas durante la posterior comida. Tras abandonar el establecimiento y volver al trabajo. Descubrimos, dentro del ascensor, nuestro papel divulgador de los aromas del fantástico menú gastronómico degustado. «¡Uff como nos hemos puesto!»

Admitimos a trámite la denuncia presentada por los compañeros, contra el restaurante de cabecera, por revelación de secretos olorosos y delito olfativo persistente. Acordamos estudiar el porqué nos hemos convertido en un grupo de fritanga humana. Analizaremos en que mesa estábamos situados. ¿Por qué se ha producido esta catástrofe olfativa? Nunca antes habíamos sufrido este suplicio en un restaurante de referencia.

No hay dos sin tres. En menos de 72 horas somos víctimas de misma lacra durante una cena. Casualidad o causalidad extractiva. Las americanas de lana y las cazadoras son las primeras víctimas propiciatorias. El peligro a veces (no) es sordo. Hasta el sufrido poliéster sucumbe esa vez.

Qué manera de amargar los comienzos de una cena prometedora. El tufillo va «in crescendo». Ante la llegada de una excepcional tormenta perfecta: (in) descriptible fritanga + ausencia de extractores + falta de aislamiento entre la cocina y el comedor, debemos comportarnos con tranquilidad. Mientras cenamos suspendemos, cautelarmente, el discurso crítico.

Los humos y olores se convierten en los monarcas absolutos del comedor. Los crujientes chinos dejan el rastro del aceite desde el minuto uno. Aunque la fritura es un puntal, sus baños calientes, en busca del rebozado soñado y la tempura modélica, sin ventilación adecuada, pueden transformarse en un apocalípsis de aromas no deseados, sin precedentes, con daños ambientales a terceros. Algunos restaurantes parece que forman una «joint venture» cotidiana con las tintorerías.

A pesar de las advertencias olfativas y los desordenes olorosos que se escondían, tras atravesar la puerta, cedemos a la querencia del anfitrión amante de la cocina china.

Una buena dosis de «gin- tonic» en una terraza cercana aliviará por momentos el castigo. Aunque las corrientes de aire en la calle peatonal cercana nos desarman y somos descubiertos por la pareja critica de la mesa cercana. «¡Uff, que peste!»

Abrumados por el perfume aceitoso que reposa, en prendas y cabellos nos batimos en retirada. El estado oloroso de la ropa nos exige esa determinación. Los remordimientos asoman en el interior del vehículo. Los olores impregnados se convierten en un lastre durante el viaje. Encender la radio, del coche, ese gesto tan repetido e inconsciente, puede adquirir un aire más personal al escuchar por casualidad los consejos del maestro José Mercé: «Aire, aire, aire ‘lle pompom’ aire pasa, aire nuevo, aire fresco. Abre la ventana que avive la mañana al cuarto y la cocina».

Hay más que motivo. De vuelta, entre risas, pensamos que el crimen olfativo prescribirá al llegar a casa.

Mientras crecen los litigios olfativos de manera cotidiana, entre salsas y frituras descontroladas. Extremen la atención y apliquen la tolerancia cero.

Tras dejar atrás el santuario del perfume aceitoso más penetrante conocido hasta la fecha. La conclusión es evidente. La fritanga puede ser (in)evitable pero el uso y la calidad de los aceites y extractores debería estar mucho más controlado. Ayudaría bastante.

Parafraseando al bueno de Luis Moya con Carlos Sainz. « Traten de arrancarlo».. y con frecuencia traten de cambiarlo... L’ Eau de Fritanga, fragancia no deseada.

“Only casual”

La legitimidad de los olores es evidente. De perdidos al río. La vulnerabilidad del vestuario contrasta con la querencia de los paladares. Aunque no existe una solución definitiva hay trucos para paliar, de alguna manera, estas situaciones. Colocarse lo más lejos de la zona de influencia de la cocina, aunque su efectividad es mínimamente perceptible. Solo queda una solución. Aunque no garantiza el éxito absoluto. Buscar una mesa en la terraza definida por nuestro fiel Matute como «La Salvaora». A veces no es necesario ser cliente. El tránsito cotidiano por la puerta del bar señalado, con la discreta presencia de una supuesta salida de humos, puede provocar la llegada de una nube de grasa que nos acompaña por segundos. Suficiente para que la fragancia de la fritanga pueda «ronear» con la ropa del inocente peatón.