Gastronomía
Tentación «gastroviajera», abróchense los paladares
Los recelos gustativos son una carga excesiva que debe ser aparcada durante un viaje para no secuestrar la curiosidad gastronómica
Hay que empezar por el final de la historia para hacerse una idea. Basta observar la obsesión que muchos viajeros muestran por volver al hogar después de aterrizar en el aeropuerto. Tras la servidumbre gustativa del viaje al extranjero y el obligado sometimiento culinario, con el fin de conocer las costumbres gastronómicas del país visitado, toca poner al día el paladar desequilibrado, mientras recuperan su verdadero ser gastrónomo.
Viajeros satisfechos, paladares apaleados, estómagos exigidos, todos juntos esperan la llegada del taxi. Una corta carrera que lleva a soñar con próximas sobremesas cotidianas.
Aunque nos asiste la virtud de la apacibilidad culinaria en busca de nuevas experiencias, tal vez barramos para casa. Sin resentimientos turísticos, pero con sinceridad, a veces, las experiencias gastronómicas en el exterior llegan a ser calamitosas.
No negamos que hay turistas histéricos que viven prisioneros de sus manías culinarias. No hay mejor viajero que un gastrónomo sin complejos. Frente al turista obsesionado por mostrar dotes «gourmets» se alza el viajero gastrópata sin miedo, fiel y agradecido a las insistentes recomendaciones del guía.
Los escrúpulos gustativos son una carga excesiva que debe ser aparcada durante el viaje. Lejos de renegar de la cocina explorada y de sus menús estranguladores, otros incrementan su perímetro abdominal durante el viaje. Disfrazados de eficientes «gourmets» disfrutan de las delicias que están vedadas al resto de estómagos de la expedición.
Son contadísimos los ejemplos en los que conocer la gastronomía local para el gran público turístico es básico. La primera experiencia en un pequeño restaurante autóctono prende como la pólvora sumando tantos partidarios como detractores. Un valor que sumar al final diferencial del exitoso viaje.
Seamos honestos, ¿para qué sabotear el viaje? Ya habrá tiempo para salivar al volver. Soportar la sangría gustativa y las pequeñas estafas culinarias forma parte de la aventura.
Los paladares tiranizados por el picante y las especies terminan exhaustos. Nuestro único delito es obedecer a nuestro guía fielmente. El resto de compañeros nos ofrecen un gesto desangelado, desde el otro de lado de la mesa. El buen rollo se desvanece, los paladares son satélites espía durante el resto del viaje, rodean las mesas y escrutan los platos, fiscalizan si el menú descrito hace justicia a la idea del viaje contratado. Durante el viaje de regreso al hotel repasan la comida fotografiada mientras un ejército de «retuits» protesta trasciende al resto del grupo.
Con el paso de los días se diluyen los peros sibaritas y se intensifican las visitas a las bandejas, sin saber realmente lo que están comiendo. Los recelos no deben secuestrar la curiosidad gastronómica. Finalmente están dispuestos a traicionar sus instintos culinarios con tal de integrarse al resto del grupo.
«¡Qué mal hemos comido!»
Aunque son un reclamo irresistible al iniciar el viaje, es verdad que algunas gastronomías extranjeras, donde la dedicación es mucha pero la excelencia poca, están a mucha distancia. Pero hay que evitar comparaciones.
La conclusión es que debemos dotar al paladar de cierta estabilidad y al estómago de una mullida amortiguación. La conversación a la espera de las maletas tiende al barullo. «¡Qué mal hemos comido!», reiteran a nuestro lado... «pero el viaje fantástico»..., pues eso. Tendencias «gastroviajeras», abróchense los paladares.
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