Pintura

Sorolla y la Ciudad de la Luz

El museo dedicado al pintor reúne 66 piezas en una exposición que analiza la relación que tuvo el artista con el París más vanguardista.

Cristina Bejarano 23 11 2016
Cristina Bejarano 23 11 2016larazon

El museo dedicado al pintor reúne 66 piezas en una exposición que analiza la relación que tuvo el artista con el París más vanguardista.

Joaquín Sorolla acudió a París a buscar la vanguardia, la modernidad que se le escapaba en España, los raíles por los que avanzaba ininterrumpidamente el arte de su tiempo y que él no lograba alcanzar. La luz ya la traía él de su tierra natal y un estilo que hizo que más de un maestro se detuviera delante de sus obras como por ejemplo, el arisco Paul Cézanne, un artista de trato áspero, que despertaba escasas simpatías, y que, durante una de las exposiciones que el pintor español organizó con sus trabajos en la ciudad del Sena, contempló los cuadros de este español, de este extranjero procedente del sur, con una meticulosidad casi científica, alejándose y acercándose constantemente de esas telas para, al terminar el recorrido, lanzar al autor de esas atrevidas composiciones una enigmática mirada y marcharse sin intercambiar una sola palabra con él.

El Museo Sorolla ha reunido 66 lienzos que muestran la cara más internacional del creador valenciano. Un recorrido que comienza en 1885, fecha del primer viaje que realizó a la capital gala, y, a partir de ahí, avanza a través de cuatro salas que recogen algunas de las pinturas más emblemáticas que marcaron su evolución. Blanca Pons, una de las comisarias de la muestra, recuerda que las raíces del artista, lo que marcó definitivamente su trayectoria, fue sobre todo la influencia de Velázquez, pero que acudió a Francia «para crecer como pintor internacional. Antes había sido becado en Roma. Allí estableció amistad con un hombre que es pintor aficionado y que le anima para que acuda a París», comenta despacio, delante de las obras que adornan la última estancia del recorrido.

Este encuentro entre Sorolla y París se convirtió en el inicio de un romance que, a partir de esta fecha, se perpetuó entre los dos durante los siguientes años. En 1889, él regresaría y, justo desde ese instante, volvería de manera periódica para tomar contacto con los últimos innovadores, ponerse el día y atender con cuidado los caminos por dónde se abría paso la pintura. Este hecho ilumina de manera adecuada el carácter de Sorolla, que se revela como un hombre inquieto, alejado del conformismo y predispuesto siempre a avanzar, aprender y no quedarse estancado en lo que ya sabía, lo que le hubiera llevado a convertirse en un alma local, sin vida, reducido a lo pintoresco, un destino que él rechazó de plano. «Para él, el primer gran impresionista es Velázquez, que es un artista con una pincelada suelta. Pero, sin duda, admiraba y tenía en cuenta a otros creadores, como Manet, Monet y el propio Cézanne. Este último, al ver sus óleos, se preguntaba cómo era posible que este hombre trabajara de esta manera la luz».

Sorolla se convirtió en un hombre de una enorme capacidad para retratar las telas, texturas, reflejos, transparencias y colores que le ofrecía el paisaje donde había nacido. La exposición enseña precisamente las telas que le dieron más prestigio y que él mismo había seleccionado para las muetras, organizadas más allá de nuestras fronteras, en las que participaba o que le dedicaban de manera exclusiva a él. «Es muy curioso–puntualiza Blanca Pons–, pero él consideraba que los mejores pintores no eran precisamente los que más le gustaban o le interesaban en ocasiones. Cuando le preguntaron cuáles le habían influido más en los últimos cincuenta años, mencionó a Degas, Manet y Whistler. Eso dice mucho de él». La comisaria resalta que «la luz la tenía él desde niño» y que su forma de abordar una pintura roza lo fotográfico, como si el artista deseara aprehender el momento, sujetarlo en el empaste de los colores, siguiendo la senda que en su momento comenzó Caravaggio. Los personajes de sus pinturas poseen esa esponteneidad desbordante y aparecen retratados con originalidad, en ocasiones con atrevidos escorzos, como si él no fuera dueño de la realidad y sólo obedeciera a lo que veía, que su obligación sólo fuera captar lo que ve.