Navidad

«Cortylandia»: ¿quién te ha visto y quién te ve?

El tradicional montaje ha sido sustituido por un cartel a causa de la pandemia

Imagen del cartel de "Cortyandia" que ha sido sustituido por el montaje de todas las navidades
Imagen del cartel de "Cortyandia" que ha sido sustituido por el montaje de todas las navidadesRuben MóndeloLa Razón

Hay personas, entre las que me incluyo, que a partir de cierta edad, teníamos inoculados el personaje de «El Grinch» e incluso del señor Scrooge, el protagonista de «El cuento de Navidad» de Charles Dickens. Para aclararlo, estas fechas que están por venir nos producían sarpullidos y sacaban a la luz, con parecida potencia a la de la iluminación de la ciudades, una mixtura de rechazo y semblante rancio ante una alegría que creíamos que la dictaba el calendario y que se convertía en un decreto ley impuesto por la sociedad. Ya saben: que no falten mariscos, pavo, cordero, cochinillo y demás viandas como si fuesen productos de temporada cuando se pueden comer todos los días. Y tampoco los besos y abrazos que regateamos el resto del año. Ni tampoco decir a quien ni le has mirado a la cara en los once meses y quince días anteriores desearle feliz Navidad y demás cortesías propias de estas fechas.

Pero la vida termina por ponernos a todos en nuestro sitio. Resulta que por ventura llegan como regalo vital hijos y sobrinos. Se aparca ese escepticismo y, como cantan Los Secretos, surge la metamorfosis «con la inocencia tan graciosa... Volver a ser un niño». Impagable, oigan.

Esa situación llegó, más o menos a los que mi quinta, hace años. Pero en estas Navidades los madrileños viven una frustración inesperada y paradójica. Que levante la mano el que hace doce meses, 24 o 36, le daba un agobio del quince al pensar que una de las citas obligadas era ir a «Cortylandia», con un crío tirando de la mano y el más pequeño pidiendo que se le subiese en hombros a gritos en medio de un tumulto que a uno y a más de diez hubieran deseado comprar una parcela para no aguantar ni empujones ni a progenitores con más actitud para los bloqueos que un jugador de fútbol americano.

Ahora, ver esa fachada, con ese cartelito en azul y la plaza huérfana de visitantes, nos sitúa, simbólicamente pero con la certeza que el «bicho» nos devora la salud y, de paso, la vida tal y como la conocíamos. Con sus defectos, que eran muchos pero también con sus virtudes que, echando cuentas, salían más que rentables afectivamente. Y podemos hacer poco, salvo resignarnos y esperar que escampe.