Medioambiente
Cuando en sus casas bajas vivían poco más de 300 habitantes, Pinto olía a cacao, té, tapioca y café. Hasta el centro geográfico de la península venían en ferrocarril reyes, aristócratas y papas para probar las exóticas recetas de la Compañía Colonial, la primera fábrica de chocolate a vapor de España. En pleno siglo XXI, las vitrinas de las pastelerías del municipio exponen los ya famosos «ombligos de Pinto» evocando el sabor dulce de aquel tiempo en el que el pueblo desprendía un perfume cálido y azucarado. Pero, de la misma manera que donde deberían reinar las robustas avutardas ahora sobrevuelan en círculo los buitres negros, las gaviotas y las águilas reales, hoy respirar hondo en Pinto ha dejado de ser un placer para los sentidos.
«Es muy penetrante, parece que traspasa las ventanas para meterse en las casas, da dolor de cabeza y por las noches se hace imposible dormir», asegura sobre el olor que inunda las calles desde la segunda semana de junio Ángel García, miembro de la asociación vecinal de La Tenería, uno de los barrios de mayor crecimiento en la localidad. «Resulta difícil de describir, pero huele como a putrefacción, a fermentación, y es muy punzante», añade Víctor Guerrero, otro joven pinteño. Y, en efecto, no es fácil expresar con palabras lo que es invisible, ni siquiera cuando quienes intentan transmitirlo llevan años padeciendo este mismo problema: «En verano de 2018 la peste era más fuerte, y nadie sabía de dónde procedía, hasta que desde Ecologistas en Acción dieron con el origen», recuerda el peor de los episodios Mariano González, de la plataforma de pensionistas de Pinto.
Entre aquellos activistas que no dudaron en mancharse las botas a la caza de la raíz de los malos olores estaba Miguel Ángel García, que, indignado, desvela el enigma: «Como hace cuatro años, la causa de esta peste son los lodos de las depuradoras de aguas residuales domésticas, industriales y urbanas que, después de una serie de procesos físicos, químicos y biológicos, generan este sobrante que, además de nuestros excrementos, contiene metales pesados, patógenos, bacterias y virus, de hecho, la incidencia de la Covid-19 se mide a través de las aguas residuales». Una definición que suena más amable en boca de la responsable de Medioambiente en el Ayuntamiento, la concejala Flor Reguilón, que ha compartido su posición a través de un vídeo en redes sociales: «Es abono natural para la tierra, una solución a la larga mucho mejor que la aplicación de fertilizantes químicos, que acabarían siendo perjudiciales para la salud».
Perteneciente a la organización Ecologistas en Acción de Pinto, Miguel Ángel desconfía de las palabras de la edil socialista y continúa explicando: «Efectivamente, estos lodos suelen extenderse sobre campos de cultivos de secano, lo que puede llegar a ser enriquecedor, eso sí, siempre y cuando hayan pasado previamente por un tratamiento para la reducción de los contaminantes». Un control y vigilancia que este padre de familia de 38 años, como muchos de sus conciudadanos, pone en duda; algunos, incluso, van más allá: «Para tratar esos lodos adecuadamente hay que gastar dinero, pero las empresas que los gestionan prefieren regalarlos o hasta pagar a los agricultores para que los usen», se atreve a decir Mariano, vecino de 75 años.
A la espera de documentos y análisis que acrediten una de las dos versiones y puesto que la política ha eludido responder a las preguntas, los pinteños más comprometidos con el medioambiente ponen el foco en otro punto: «Independientemente de si han sido tratados o no, los lodos están siendo depositados en una zona protegida del Parque Regional del Sureste, y no estamos hablando de unos montones de estiércol, que es orgánico, sino de una masa gelatinosa gris plagada de gusanos a la que es imposible acercarse a menos de 250 metros sin que se te irrite la nariz y empieces a estornudar; ¡es un peligro para la salud pública!», denuncia Víctor, que, a sus 26 años, es uno de los fundadores de El Bosque de Pinto, una asociación vecinal para la recuperación de los espacios campestres del municipio. Miguel Ángel respalda esta afirmación aludiendo al Plan de Ordenación de los Recursos Naturales de este espacio que bañan los ríos Jarama y Manzanares, en la que se recoge la prohibición de esta práctica en puntos de la categoría de la finca de San Félix, a tan solo tres kilómetros del casco urbano de Pinto.
Esto podría estar sucediendo desde hace diez años, aunque la primera vez que el municipio sufrió esta pestilencia fue allá por 2015, cuando las nietas de Ángel, también jubilado a sus 69, aún no habían nacido, pero ahora, con cinco años, las mellizas tienen voz para gritar con inocencia: «¡Abuelo, hay caca!». Y quizás esa sea la forma más sencilla de decirlo. Ojalá, piensa él, no tengan que acostumbrarse a esto, pues hay una solución inmediata: que el Consistorio legisle para que, por ejemplo, estas prácticas no se lleven a cabo durante los meses de verano y así empezar a poner remedio a un escenario que ya incluye a Getafe y a Valdemoro. Claro que este solo sería el principio porque, como advierte Víctor, «cuando no son los lodos, es el vertedero de la altura del cerro de Los Ángeles o la incineradora de Valdemingómez y, así, Pinto es el epicentro de los malos olores de Madrid y, posiblemente, de España». Pero ellos seguirán luchando, hasta que Pinto vuelva a oler a chocolate.