Opinión

Viejos oficios

El inconfundible sonido del chiflo del afilador rompió el silencio de la mañana del domingo en la urbanización. Dejé el periódico sobre la mesa con la matraca de Cataluña en la portada y salí al encuentro de este trotamundos, como hacía de niño cuando el afilador llegaba al pueblo. Es un mozo moreno con el pelo ensortijado y ojos brillantes, metido en un coche de segunda mano, que recorre lentamente las calles solitarias sin que nadie acuda a solicitar sus servicios. Enseguida he comprobado que nada es ya lo mismo. Pensaba yo que vendría en la vieja bicicleta, con la rueda de piedra echando chispas, y que sería de Orense, como Dios manda. «No, yo no –me ha dicho–, mi padre era de Orense». ¡Menos mal! Raro es el fin de semana que no resuena por las calles de la urbanización la voz profunda y gitana del chatarrero o la más cantarina del tapicero, pero al afilador hacía tiempo que no lo sentía. Son los últimos residuos de la civilización rural, que se acaba. El silbido del afilador es parecido al del capador, que yo recordaba de niño en el pueblo. Capaba tetones de siete semanas, «marciles» y cochinas viejas cansadas de parir que se cebaban después para la matanza. Nunca olvidaré al «capador francés», como le conocía todo el mundo, un extraño personaje que, al final de la guerra europea, no se sabe si huyendo de algo o en busca de venganza, como sospechaba la gente, se refugió en las escabrosas Tierras Altas de la Alcarama ganándose la vida con el chiflo y la cuchilla, y que a mí me curó por arte de magia mi tobillo destrozado tras despeñarme por la pared de la era. Aquel hombre misterioso de la chaqueta de rayas desapareció un día como había llegado, sin dejar rastro. Ya no quedan capadores ni buhoneros por los caminos. Se acaban los viejos oficios. ¡Ay aquellos cesteros, herreros, quincalleros, guarnicioneros...! Los nuevos buhoneros son los transportistas, que invaden las carreteras. Al «Transporte» de toda la vida, o «Portes», como se decía para abreviar, se le llama ahora «Logística», a veces en inglés. ¡Qué le vamos a hacer! Yo me quedo con el tío Luis, el aceitero de Fuentes, que se pasó la vida recorriendo con sus machos todo el norte de España comprando huevos y vendiendo aceite, y que lo último que dijo antes de morirse con más de noventa años, fue: «Me cagüen mi vida, me cagüen el mundo, tener que morirme ahora cuando hay tantos adelantos».