Opinión

La revolución de Iglesias

Pablo Iglesias dejó para la historia una frase: «El cielo no se toma por consenso, se toma por asalto». Un lema al que machaconamente ha apelado y que en buena medida ha marcado su particular camino. En efecto, su apuesta pasa por hacer descarrilar la Constitución de 1978. La Transición. Una etapa que ha sido capaz de garantizar la convivencia en una democracia estable, con proyección, cimentada sobre la base de ciudadanos libres e iguales, y también la gobernabilidad en situaciones complejas e incluso dramáticas. Resulta un contrasentido que, a pesar de las altas cotas de libertad y bienestar de las que hoy disfruta España, Iglesias pretenda hacer escombros de nuestra norma de vida y propugne una ruptura tomando como referencia histórica un periodo tan convulso como la Segunda República de 1931. En esa escapada de los morados hacia ningún sitio, Iglesias ha encontrado en los independentistas de todo pelaje unos aliados solícitos. De ahí que abrace la causa secesionista y la consiguiente voladura de la legalidad que representa. De ahí que se apunte a reabrir heridas del pasado, ya superadas, exigiendo este martes en el Congreso una reforma de la Ley de Amnistía de 1977. Incapaz de encabezar un proyecto ilusionante para todos los españoles, Iglesias, ahormado políticamente alrededor de teóricos del populismo, quiere reescribir nuestra Historia. Resulta inquietante y temerario que la tercera fuerza política del país tenga como objetivo terminar con el actual sistema político. Son los mismos que en privado o en voz baja consideran las instituciones como «una pantomima para tranquilizar a la gente». Conscientes de sus dificultades para alcanzar sus fines, han empezado a volver al escenario en el que se sienten más cómodos. Eso que ellos han dado en llamar literariamente una «primavera de movilizaciones» y que supone, simple y llanamente, la permanente algarada callejera. Pablo Iglesias siempre ha sostenido que Podemos no nació para transformar las reivindicaciones de la gente en «parlamentarios que no muerden». «Ningún partido sustituye a la gente de la calle», alega: «A nosotros no nos temen, a la gente sí».