Opinión

¿España, low cost?

Hemos llegado a un punto (el lenguaje indica a la vez que precisa) en el que términos como bajo coste, que vendría a ser el equivalente del inglés low cost, resultan poco significantes. El low cost propone un iridiscente añadido que sugiere lo comercial, lo degradado aunque aprovechable, otro modo de consumo. A comienzos del siglo XXI se nos prometió una España –algunos manifiestan ante la denominación cierto temor, desprecio, enaltecimiento y hasta emblema de combate– que avanzaría a grandes pasos hasta los niveles de los países avanzados de una Europa soñolienta. Uno de los ellos consistía en sustituir el turismo de sol, playa y chiringuito, por otro cultural, elegante, menos presente en los picos del verano, porque el fenómeno se calificaba ya como industria en lugar de servicio. Hicimos poco para situarnos en la vanguardia de las nuevas tecnologías. Con el primer resfriado de la crisis clausuramos cualquier apoyo a las energías renovables donde destacábamos. Este país que desborda sol hizo un parón en la industria fotovoltaica y cerró las subvenciones, caras, aunque con futuro. Por el contrario, otros países europeos como Alemania, gran motor, se lanzó a expandir los nuevos medios energéticos, pese a contemplar el sol entre rendijas. Apartados por los «grandes» europeos de cualquier veleidad en la industria pesada, tras la reforma socialista que provocó una crisis industrial en los escasos, aunque atrasados centros, fruto del concepto franquista de la autarquía, nos quedamos con escasas velas.

El turismo ha sido la pata que ha resistido y sigue salvándonos de una crisis que hubiera podido transformarse en catástrofe. Nos vimos favorecidos por la casi desaparición del incipiente en el Norte de África. Pero nunca llegó el cultural y pródigo. Nos conformamos con lo de siempre y los cruceros de todo tamaño, flor de un día y muchas gracias. Estamos mejorando en cocina, uno de los hallazgos televisivos: cocinan hasta los niños frente a las cámaras-testigo, pero los contratos y sueldos de las camareras de hotel y del servicio de los infinitos bares y pequeños restaurantes resultan mínimos y efímeros. Nuestra principal «industria» se maneja con sueldos bajos y contratos temporales que se contagian al resto. En realidad, la crisis bancaria que derivó en la de la construcción (que parece levantar cabeza) la está pagando la población menos preparada (parte de la emigración latinoamericana ya regresó) o perdura en el paro, empleo precario o negro. La clase media, que creía llegada su oportunidad histórica, fue apartada por una política educativa mal orientada y una pérdida de valores que ha contribuido a favorecer la imagen del «low cost», desde los servicios públicos –orgullo de modernización– hasta los intangibles conceptos morales. No es casual que los nacionalismos periféricos, como gusta denominarlos el centro neurálgico del poder, se hayan convertido en el mayor de los problemas. España duda ya, ahora con cierta radicalidad, de su unidad territorial, echando al garete siglos de historia, materia tergiversada por unos y otros, de su propia existencia y naturaleza y el resultado es algarabía. Las imágenes del país en el extranjero, fruto de inexpertos periodistas, inducen a creer que el franquismo y sus modos nunca desaparecieron –y sin duda quedan significativos rastros–, aunque tampoco vivimos los cincuenta del pasado siglo, pese a actitudes e imágenes que desearíamos olvidar en el baúl.

No son tiempos de gloria, pero tampoco en países amigos que utilizan con mayor efectividad el cinismo. Tal vez nuestra corrupción deba entenderse como resultado de una decadencia moral que se considera identitaria. Occidente sobrevive con escasas esperanzas y sin exageradas expectativas y los problemas de la España de hoy se observan como fracaso histórico que se identifica incluso con la Inquisición. La crisis descubrió antiguas cicatrices que nunca se lograron borrar y que Ortega calificó de invertebradas. Aferrados a un capitalismo ahora tildado de objetivo, que altera adjetivos, aunque se mantiene sustantivo, no hemos logrado vencer el low cost, apenas lo hemos intentado. Recientes acontecimientos muestran hasta qué punto los españoles, incluidos los mal llamados periféricos, van muy por delante de los políticos que eligieron. En cierto modo no son oportunamente conducidos y acaban imponiéndose a una clase que buena parte desprecia o entiende como mal menor. Esta España que parece renunciar siempre a los mejores y que por una u otra razón les empuja más allá de sus fronteras, desnortada, aferrada al opio futbolístico, tan ajena a la cultura, crea anticuerpos apenas visibles, pero eficaces y no sólo entre los jóvenes. Sobrevuela un pesimismo que puede invadirnos como parecía a finales del siglo XIX, cuando la revista de mayor enjundia –deseo minoritario– se llamaba «La España Moderna». Cuando parecemos casi rozar el objetivo echamos la marcha atrás.