Opinión
De Nadal a Verdasco
Sigo lo que puedo, que es más que lo razonable, los torneos de tenis de París y Londres, Roland Garros y Wimbledon. También Madrid, Roma, Montecarlo y el aperitivo de Wimbledon, el «Queen's», un campeonato con regusto a Fred Perry y Wodehouse, con sus socios en la terraza bebiendo sus copas de jerez, ginebra o whisky. Intento todos los años reconocer entre ellos a Bertie Wooster o Bingo Little, los grandes personajes de Grenville. Barcelona me aburre porque ha pasado de ser un grande a un torneo menor. Aquel añorado Godó ha disminuido. Pero lo veré con ilusión el día en el que los patrocinadores del Banco de Sabadell, anuncien que en lugar de ofrecer al campeón el fabuloso trofeo «Conde de Godó», le entreguen al propio conde de Godó con la obligación contractual de no devolverlo.
Wimbledon es la hierba, el blanco tradicional y el público más entendido. París, la tierra batida, un público más latino y la autorización del desmadre indumentario. Todavía no me he repuesto del susto que me dio el primer día Serena Williams con su modelo actual. No cabe en la pantalla y se dice que lo usa para mejorar la circulación sanguínea después de su feliz alumbramiento. Terrorífica, pero ahí sigue, con su tenis magnífico.
Mis ídolos son Nadal y Garbiñe. Nadal, porque además de ser el mejor deportista español de todos los tiempos, es un señor en la pista y un valiente fuera de ella. La crítica más resumida y brillante que se ha hecho a la impostura de Sánchez es de Nadal. «Me gustaría, como a la mayoría de españoles, volver a votar». Y está jugando de cine. Por otra parte, Nadal representa a la familia unida y la amistad. Su palco, con sus padres, tíos, sobrinos y las «tres guapas», su madre, su novia y su hermana, según palabras del gran Alex Corretja, es un bálsamo de buena educación y estética. Nadal jamás decepciona ni avergüenza, aunque pierda. Y Garbiñe, al que un cursi insiste en denominarla la «Hispanovenezolana», me proporciona más disgustos, pero en los grandes torneos se supera. Los dos grandísimos «Slams», París y Londres, ya los ha ganado, y para colmo, a cada una de las hermanas Williams en sus respectivas finales.
Y le ha llegado el turno al ácido.
Se me antoja impresentable por su mala educación, su carácter en la cancha y su aspecto Fernando Verdasco. Coincido en que su calidad tenística es altísima, pero su temperamento y forma de ser han sido y son sus peores adversarios. Contra Djokovic ofreció el recital más penoso de protestas, groserías y miradas a su palco atribuyéndoles la culpa de sus errores. Su mujer, la muy guapa Ana Boyer y su entrenador, nada tuvieron que ver en su derrota. Venablos, gritos, desprecios, caritas, simulación de dolores, calambritos inventados, y toda suerte de gestos inapropiados en quien puede ser un campeón y no lo es por su exclusiva responsabilidad. Si a ello añadimos el desaliño y aspecto de primitiva falta de higiene y estilo, su valor mengua aún más. Hay que salir a la pista más presentable y lavado. Esa barba sin afeitar, perfectamente estudiada y pasada de moda, no es admisible. El tenis es un deporte que merece el respeto del buen aspecto. Verdasco no parece un tenista despistado que ha olvidado afeitarse. Su dibujo es el de un oso recién despertado de una prolongada hibernación en el sudoeste de Kamchatka. Y mientras habla, grita, protesta y regaña a los suyos, el adversario, cuando es bueno, le gana. Que le pregunten a Djokovic, ese genio que se va recuperando para bien del tenis.
Escribo con anterioridad a los partidos de Nadal y Garbiñe Muguruza, que ya están en la segunda semana. Al texto le sirven igualmente el triunfo o la derrota de nuestros mejores representantes. Ética y estética, siempre inseparables. Me habría encantado escribir con parecida admiración de Verdasco. Lo haré cuando se eduque, se afeite y se dedique a desarrollar su fantástico potencial. Merci.
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