Opinión

A veces llegan cartas

No hay como ser de izquierdas en el mundo intelectual para triunfar de vivo y hasta de muerto, o sea, triunfar para la eternidad aunque la importancia del trabajo de toda una vida no sea todo lo copioso y todo lo brillante que pudiera esperarse. Ser de izquierdas es un valor incalculable para cualquier artista que se precie, y no digamos ya si éste pertenece al apartado de los cómicos y el faranduleo, me estoy refiriendo a los Bardems y las Penélopes, a los Víctor Manuel y las Anas Belén y por ahí. Pero vayamos a estratos más altos y metámonos de lleno en la intelectualidad de verdad, no en esas pequeñas bagatelas que son utilizadas por seres medianillos que nos venden su éxito y se meten a hacer campaña con el social-comunismo más casposo.

Hace pocos días LA RAZÓN daba la noticia de unas cartas amorosas de Paul Éluard a Gala –a quien siempre conocimos como Gala Dalí y no como Gala Éluard, cuando en realidad estaba casada con el francés–, que salen a subasta en París al módico precio de trescientos mil euros, ¡quien los pillara! Se trata de unos escritos que le enviaba a su mujer cuando ésta lo había dejado ya para convertirse en musa de Dalí. El poder de seducción de aquella dama trastornaba a los hombres, aun cuando éstos tenían una sexualidad confusa, como es el caso del pintor ampurdanés.

Pero volvamos a Éluard, que ya muchos lo teníamos archivado en la parte posterior de nuestra cabeza, pues su poesía amorosa era muy básica, muy simple, ya digo, algo así como las expresiones de un adolescente deslumbrado por una mujer llena de carisma y de un extraño atractivo. Frases como «Todo está vacío, solo tengo tus vestidos para besar. Echo de menos tu cuerpo» están vacías de contenido literario o de imaginación pero el autor era mucho más que todo eso y sus poemas de contenido político o moral o de su etapa dadaísta y surrealista lo redimían de su obnubilación amorosa. En todo caso su comunismo confeso ha sido y sigue siendo un valor añadido a su currículum. Acordémonos de los tiempos de la bodeguilla de Moncloa y de su cabeza visible, Carmen Romero, quien convocaba a los escritores emergentes del momento –unos mejores y otros peores–, todos ellos adscritos al partido que ella y su marido el Presidente del Gobierno capitaneaban. No hubo época de mayor esplendor de aquella «nouvelle vague» española en el terreno literario, que pisoteó las cabezas de los clásicos vivos que se negaban a someterse a las consignas del partido en el poder. Pero siempre ha sido así, y no creo que llegue a cambiar nunca, porque resulta también inolvidable la etapa de la «ceja» en que cineastas, actores y escritores se hacían fotografiar colocando un dedo en posición circunfleja, apoyando al peor jefe de gobierno de la democracia española pero, claro, la izquierda es la izquierda y a eso nadie se sustrae porque significa éxito asegurado.

Es fácil ser comunista cuando tu país está ocupado por los nazis, y Paul Éluard vivió unos tiempos difíciles en su madurez, cuando fue fichado para combatir a la Gestapo, y permanecía escondido y escribía a escondidas. Es probable que muchas veces juzgamos sin analizar los motivos que llevan a la gente para actuar de una u otra manera; los tiempos que vivió el poeta francés no fueron fáciles y su poema «Libertad» marcó un hito en aquellos años de resistencia. Me quedo con esto y también con su etapa dadaísta, aquella movida que circuló contra el arte a través de todas sus facetas, que secundaron unos cuantos chiflados como manifestación antisistema. Hoy los antisistema se manifiestan de forma menos culta, menos higiénica, cultivando la suciedad y el desaliño como una de las bellas artes. Sin más.