Opinión

Los incorruptibles

Todavía escucho su cháchara. Las advertencias de los purísimos, para quienes todo lo que no fuera Bernie Sanders olía a podrido. O disfrutábamos del abuelito rock and roll o chapoteábamos junto a Hillary Clinton, la insuficiente y pactista y amiga de Wall Street, Hillary. Eran las 11 de la noche cuando las televisiones barruntaban la victoria de Trump y ellos, abrazados al chaleco salvavidas de su retórica multiusos con el mismo entusiasmo con el que sorbían cerveza, repetían que tanto daba uno u otra. O Bernie o el caos. Pues bien. El caos.

O sea, un presidente que coquetea con el totalitarismo y actúa con la desenvuelta y exuberante chulería de un portero de discoteca. Su última hazaña, empero, y la más desestabilizadora a medio y largo plazo, tendrá que ver con la sustitución del juez Anthony Kennedy, de 81 años, que aspira a jubilarse el próximo julio. Hace un año Trump ya nombró al juez Neil Gorsuch. Si la biología actúa con arreglo a la estadística se acerca el día en el que proponga a los sustitutos de Ruth Bader Ginsburg, 85 años, y Stephen Breyer, 79, a los que había nombrado Bill Clinton.

Eso dejaría el Supremo con una mayoría de 7 a 2 para los conservadores. Qué digo. Conservador era Kennedy, al que había nombrado Ronald Reagan, y las huestes trumptianas y los comentaristas de la cadena Fox lo tenían por un cruce de Antonio Gades y León Trotski. Quiero decir que los jueces propuestos por George W. Bush, y antes por Reagan, comparadas con las sugerencias de la actual Casa Blanca, parecen majnovistas de la primera hora o tripadísimos hippies en los tests del ácido que organizaban Ken Kesey y Neal Cassady allá en La Honda, California. Y sin embargo no escucho a los antagonistas de Hillary. Como explicó Steven Pinker a Sam Harris, «Donald Trump ganó gracias a una incansable campaña basada en lo negativo. Pero la izquierda ya no tenía una narrativa para oponerle y dejó el campo abierto para la gente que opina que la sociedad está en una espiral suicida y entonces por qué no votar a un radical». Los amigos de Bernie, mis incorruptibles conocidos, son hoy muy partidarios de ignorar el golpe en Cataluña. Su radicalismo en EE UU resulta directamente proporcional a su complicidad con un Torra. La demagogia, que comparte relato y combustible.