Opinión

Pánico en el metro

En ocasiones, resulta difícil negar que todo degenera. Así se ha visto en un reciente episodio acontecido en un vagón del metro de una ciudad española. Un grupo de predicadores comenzó a pronunciar una homilía y, al mencionar la palabra pecado, se desató el pánico. Así, en el vídeo del hecho, que he tenido oportunidad de ver repetidas veces, se puede contemplar a un joven con el pánico pintado en el rostro que se levanta y echa a correr. El gesto de cobardía innegable se convirtió inmediatamente en un pistoletazo de salida para que la gente huyera como llevada por el mismísimo Belcebú. Debo aclarar que nadie gritó Al.lahu akbar ni mostró un cinturón cargado de explosivos ni llevaba un fusil ametrallador.

Bastó ver a tres tipos haciendo referencia al pecado para que todos sin excepción tomaran las de Villadiego. Por supuesto, no creo yo que la palabra «pecado» fuera suficiente para provocar esa diarrea colectiva. A decir verdad, a diferencia de lo que acontecía en otras épocas que yo mismo he vivido, ya no utilizan el término ni los obispos y es dudoso que haya muchos españoles que se pregunten si sus acciones encajan o no en semejante categoría. No. El problema de fondo es que, por un lado, vivimos en una sociedad que cada vez es más cobarde y, por otro, se identifica ver a dos o tres musulmanes reunidos –éstos, al parecer, ni siquiera lo eran– con razón suficiente para decir «pies, para que os quiero». Quizá no debería sorprendernos. Cuando yo era niño tuve ocasión de ver más de una vez como un mozalbete plantaba cara frente a cualquier peligro real o supuesto y contemplé a más de una señora que le soltaba un monumental bofetón a quien usaba la lengua o la boca de manera poco adecuada.

Ahora a las mujeres se les ha enseñado a reclamar la acción incluso de los boinas verdes para solventar lo que antes hacían solitas con un sopapo y los hombres temen tanto que los acusen de violencia machista que dejarían que violaran a su tía la del pueblo antes que defenderla. El episodio del metro hace unos años podría haber provocado la rechifla, el comentario típico de «¿pero de qué vais?» o incluso que algunos se malencararan mientras dilucidaba lo que pretendían los predicadores. En la sociedad actual sólo encendió la fuga cobarde.