Opinión
Despolitización partidista
Discrepo de la opinión general: los actos conmemorativos del 17-A, la semana pasada, no estuvieron politizados, sino todo lo contrario. Bajo la apelación a la Paz –así, con mayúscula, como corresponde a un concepto de extraordinaria plasticidad y vacilante significado, al que por cierto apelaron Franco y los suyos, con gran eficacia, con motivo del 25 aniversario de su victoria– lo que los organizadores de esos actos hicieron fue despolitizar el contenido y razón de los atentados. La célula islamista que los cometió no lo hizo por una instantánea locura, sino con un objetivo político diáfano, difundido hasta la saciedad por el Estado Islámico (EI) y Al Qaeda: la restauración del Califato para volver a unificar la «umma» de los creyentes y someter a la Ley Coránica a todos cuantos habitan los territorios reclamados –incluida España, la vieja Al-Ándalus–. Ni que decir tiene que el pretendido Califato no es sino un sistema totalitario, de reminiscencias medievales, en el que, como ha mostrado sobradamente el EI en Siria e Irak estos últimos años, cualquier atisbo de libertad –de pensamiento, prensa, política, religiosa, sexual, civil o de otra naturaleza– queda anulado. Las alcaldesas de Barcelona y Cambrils, rodeadas de oficiantes de partidos políticos de dispar ideología –que en esto fueron unánimes–, tras simular una lágrima, nos colocaron un melindroso mensaje de paz detrás del cual ocultaban el hecho de que, si las víctimas estaban allí, era no por su mala suerte, sino porque fueron tomadas por sus victimarios para inducirnos a todos –y primero de todos, a los que ostentan nuestra representación– a anular nuestro sistema de libertades democráticas, plasmado en la Constitución y las Leyes.
A nadie sorprende que, una vez efectuada tan sutil operación de despolitización, los aludidos oficiantes actuaran sin rebozo para llevar el ascua a su sardina, mostrando un partidismo indisimulado, pues la defensa de las libertades quedaba descartada. Los nacionalistas dieron la nota con exageración, metidos como están en su independencia y en sus problemas con la justicia. Pero esos a los que muy generosamente llamamos constitucionalistas, no se cortaron en aprovechar la ocasión para lo suyo –que, en este caso, incluía emplear al Rey como operario de propaganda–. Ciertamente que el Rey no se dejó y fue, quizás, la única autoridad que se aproximó a las víctimas de aquellos atentados con la compunción requerida, señalando con su persona que la libertad tiene en él la representación simbólica de nuestro anhelo colectivo como ciudadanos. Que esas víctimas se fastidiaron no es ninguna novedad en España. Lo malo es que, tal vez con ellas, al olvidar el significado político del terrorismo, acabemos fastidiándonos todos.
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