Opinión

Robin Sánchez

Pedro Sánchez es un figurín a la hora de exhibir el traje presidencial. Fíjense en cómo ha sacado la artillería para postularse como el Robin Hood de los «sufridores» al grito de «¡La democracia es también que no paguen siempre los mismos!». Va a por todas. Su entorno detectaba desde el final del verano un constante desgaste, trasluciendo que el empuje entre ese electorado más ideologizado tenía más de coyuntural que de tendencia arraigada. Sus estrategas necesitaban un «relato» –como se repite con cursilería– que espolease a la izquierda.

Y mira por dónde, las aguas del mar se abrieron de repente y surgió la batalla contra la banca por el impuesto de las hipotecas. Nada importa que el mismo Sánchez que declara la guerra a las entidades financieras se beneficiase de una ventajosa hipoteca en 2008. Pelillos a la mar. El líder socialista en aquella época no era «el presidente»... El traje obliga. Así que tocaba defender sus actuales tesis anti-establishment con el mismo vigor con el que ha cargado contra el Tribunal Supremo –por más que los jueces no hayan podido hacerlo peor– pese a lo que supone deslegitimarles pocos meses antes de que juzguen a los cabecillas del procés. Algún aviso recibió, me cuentan desde los aledaños de La Moncloa, pero cayó en saco roto.

Sánchez ve cómo sus planes se emponzoñan. Sus esperanzas de aprobar unos nuevos presupuestos son papel mojado. Ni su empeño por exhumar a Franco ve la luz del final del túnel. Bien visto, la única promesa que a estas alturas mantiene viva es que llegará hasta 2020. Cosa, por cierto, que su propio entorno pone en duda. Con estos mimbres, y ante un calendario cargado de urnas, empieza a descubrirse el Sánchez temerario.