Opinión

20-N

Si no fuera por lo del desahucio, los periódicos ni se habrían fijado en ello. El 20-N y su carácter conmemorativo de la muerte de quien no pudo liderar un régimen fascista y revolucionario porque fue tempranamente fusilado en la guerra civil que promovió quien falleció treinta y nueve años después para enterrar la revolución con un régimen prosaico, cruel, autoritario, gazmoño y aburrido, ya no era noticia desde hace muchos años. Pero hete aquí que, en esta ocasión, los medios tenían que calibrar el efecto que el por ahora anuncio estrella –irrealizado, eso sí, pese a su carácter de urgencia, y tal vez irrealizable– del gobierno del doctor Sánchez –o sea, el desalojo del cadáver de Franco de su actual emplazamiento– iba a producir sobre los nostálgicos del franquismo. Había quien esperaba una manifestación masiva, mitad de duelo, mitad de adhesión inquebrantable, pero lo que hubo de verdad en el Valle de los Caídos fue una cola más bien corta y ordenada de personas que, bajo los paraguas, aguardaban con recogimiento entrar en la basílica, asistir a misa y, en algunos casos, depositar un ramo de flores en la tumba del dictador o un haz de cinco rosas en la de José Antonio, evocando con el pensamiento el «Cara al sol».

De que las expectativas eran elevadas no cabe la menor duda. En las fechas precedentes se habían insertado anuncios en la prensa y se había hecho una campaña de propaganda en las universidades. El otro día, una pintada ocupaba una buena parte de la fachada de la facultad en la que enseño economía. Se borró en pocas horas; no como antes, que, cuando aparecía una a favor de ETA, permanecía incólume durante meses. Yo le pregunté una vez sobre este asunto, en el Consejo de Gobierno, al rector Berzosa y no logré enterarme del motivo porque escurrió el bulto. No me extrañó porque sabía de la fascinación que muchos, en la izquierda, sienten por el fascio abertzale.

Además, como mostró en sus inestimables «Historias de falangistas del sur de España» el profesor sevillano Alfonso Lazo –que fue diputado del PSOE–, en ella hubo una conexión personal de sus militantes y dirigentes con la Falange. Lazo señala que muchos falangistas de la primera hora «rompieron con el régimen de Franco y pasaron a militar en una dificultosa y peligrosa clandestinidad de izquierdas». No sorprende, por ello, que sus herederos quieran desenterrar a Franco, aunque, paradójicamente, con su empecinamiento, parece que lo que están haciendo es resucitarlo. Menos mal que, como se ha visto este 20-N, los franquistas son pocos y caben en una docena de autobuses.