Opinión
De una derecha sin odio
Que viene la derecha. La «derecha trifálica». Palabra de la ministra Delgado. La amiga de Grande Marlaska. La misma que no dudaba en comentar la condición sexual del entonces juez durante las sobremesas con el castizo equivalente de Hoover y el célebre juez condenado a 11 años de inhabilitación. En el atardecer de esta legislatura, ocho meses de un Pedro Sánchez que no dudó en ofrecer la yugular de la Abogacía del Estado en el juicio a Junqueras a cambio de los presupuestos, arrecian ya las llamadas contra las «derechas». Es la guerra. La Guerra Civil, se sobreentiende. De ahí que a los fontaneros del todavía presidente les parezca justificado encanallar el debate público con alusiones, puntadas y guiños a una terminología rescatada de la fosa donde yace el momento más siniestro y cainita del siglo XX español. Al grito cabe responder que Sánchez pactó con Ciudadanos la posibilidad de ser presidente. O que Susana Díaz gobernó con el partido de Rivera.
Pero el primer suceso corresponde a los días de «simplemente Sánchez». Alguien que hacía y decía cosas que horrorizarían al «presidente Sánchez». Mientras que el pacto andaluz cabe atribuirlo a un cadáver andante, Susana, para la que el sanchismo ya ha encontrado reemplazo. A los continuos intentos para estigmatizar el PP, del infamante Pacto del Tinell en adelante, conviene replicar con la evidencia de que no hay convivencia posible ni debate sostenible ni país que resista desde el momento en que la izquierda mainstream opta por negar la condición de interlocutores válidos a sus rivales conservadores. Una cosa es discrepar, discutir, disentir, y otra, infinitamente más peligrosa, atribuir a tus oponentes constitucionales una suerte de pecado original. Los mismos, por lo demás, que debieran de ser tus aliados en la lucha por preservar la el régimen del 78 ante el auge de los populismos y el frente iliberal a izquierda y derecha. Respecto a Vox, alimentado por las incontables prebendas concedidas por González, Aznar y Zapatero a los enemigos de la soberanía nacional, parece confirmar los temores de quienes alertan contra la llegada de la ultraderecha. Desde luego que Vox que agita un discurso absolutamente impresentable sobre los inmigrantes al tiempo que apela al ser español como los brujos periféricos invocan la morralla metafísica del pútrido catalanismo. Pero convendría afinar un poco. A día de hoy el señalamiento de los oponentes políticos, la persecución y hasta las agresiones, la segregación por la lengua en las escuelas y las plazas públicas, la invasión del espacio público con simbología partidista, el agitprop permanente desde las terminales mediáticas y el uso de las instituciones y los presupuestos para consolidar un animalito tan fanático como la nación basada en la supuesta identidad cultural es patrimonio exclusivo de retrógrados tipo ERC, PDeCAT, PNV, BNG y afines. Lo peor que podrían hacer los rivales de Pedro Sánchez, dando por hecho con pesar que lo que queda del PSOE no patrocinará ninguna rebelión constitucionalista, sería caer en la celada de la hiperventilación. Ayuda poco, ay, la juerga con la manifestación de Barcelona. Ahora convoco ahora desconvoco. Todavía menos la absurda promesa de un 155 automático. O sea, ilegal. Al griterío y la polarización, a la complicidad del rival con los admiradores del peronismo y su alianza con unas formaciones cuyos xenófobos líderes no han dudado en homenajear al Capità Collons, Miquel Badia i Capell, torturador, fascista y líder de comandos paramilitares, no se puede oponer una devastación dialéctica de signo contrario. Qué tal, para empezar, si renunciamos a la grandilocuencia y la histeria. Es el momento de la política sin picaresca, los discursos limpios de odio y la razonada reivindicación del mejor periodo de nuestra historia.
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