Opinión

El eco del futuro

El eco del futuro resuena diariamente en nuestras cabezas. Por doquier los predicadores de la técnica se cuelan para proclamar la llegada de los robots que nos sustituirán en el trabajo, de la inteligencia artificial que sabrá de nuestras necesidades mejor que nosotros mismos, de la economía verde que limpiará el aire, la tierra y el mar, de la utopía, en suma, de un desarrollo tecnológico que nos hará nadar en la abundancia mientras viviremos en una cultura del ocio. Es la sublimación de la vieja idea de Karl Marx según la cual el desarrollo de las fuerzas productivas liberará al hombre de la esclavitud de la naturaleza y de las contradicciones del capitalismo.

Y sin embargo... Sin embargo los medios se hacen eco de un avión que cae, precisamente, por haber sustituido el gobierno del hombre por la inteligencia artificial; de un automóvil autónomo incapaz de reconocer a los peatones negros; de las enormes dificultades que tiene el «streaming» para alcanzar una mínima cuota de mercado frente a la televisión convencional. Y los economistas rebuscan en sus métodos estadísticos los reflejos en la productividad de tanta predicación tecnológica sin encontrar su rastro. El historiador económico Robert Gordon, por el contrario, ha puesto en duda la idea de que el cambio tecnológico se esté acelerando por comparación con el siglo de la «gran innovación» que discurrió entre 1870 y 1970, cuando se revolucionó el trabajo, la vida cotidiana, la alimentación, el transporte, los hogares, la sanidad, la comunicación, el entretenimiento y otros muchos recovecos de las necesidades humanas, de la mano de la electricidad, el motor de explosión, la química orgánica y las máquinas-herramienta.

Gordon señala que el desarrollo tecnológico unidimensional, basado en el empleo de ordenadores, carece del potencial que tuvieron las múltiples tecnologías que emergieron en el siglo de la innovación para impulsar el crecimiento económico y que ello nos conduce a una etapa de cuasi-estancamiento. Según él, no parece que los ecos del futuro sean tal halagüeños como hacer factible la utopía marxiana. Además, nosotros, en España, somos casi sólo unos meros receptores de las innovaciones que nos llegan de fuera, básicamente porque tenemos pocas empresas ocupadas en idear y generar nuevos productos y procesos. El Gobierno, por su parte, está imbuido de un fundamentalismo en esta materia que le conduce a apostar por tecnologías que aún no están bien definidas y se interesa más por su adopción que por su desarrollo, lo que inevitablemente nos llevará a soportar costes de oportunidad y de aprendizaje superiores a los de nuestros competidores. Lamentablemente, en esto, es el eco del pasado el que vuelve a reproducirse.