Opinión

Juveniles santidades

la Semana Santa de mis tiempos juveniles eran santas de verdad. A partir del jueves Santo y hasta el Domingo de Resurrección estaba prohibido – me refiero a mi casa, compartida con nueve hermanos más y mis señores padres amén de tres hermanas de mi madre–, lo que relaciono seguidamente. Oír música, aunque fuera sacra. Cazar, tomar el aperitivo, hacer deporte, leer libros que no estuvieran relacionados con la Pasión de Cristo, llevar corbatas con colores llamativos y tener malos pensamientos. Todo inmerso en la posibilidad del cumplimiento excepto la última norma. Como decía el jesuita, doctor en Medicina y formidable predicador vasco, el Padre Laburu, «los malos pensamientos son tan graves pecados como las malas acciones». Confesión. En tal caso, acudíamos a los Jesuitas de Serrano-Maldonado y nos confesábamos –mis hermanos y quien escribe coincidíamos en los malos pensamientos–, con el Padre Aritztimuño, también vasco pero más ligero, que nos perdonaba al instante. –No hagáis caso del Padre Laburu, que ya anda un poco gagá–.

Pero el Padre Laburu, gagá o no, era muy importante en mi casa. Nos sentábamos en torno a nuestros padres y tías y oíamos por la radio su «Sermón de las Siete Palabras». «Todo se ha cumplido, todo terminó, ¡qué grrran borradorrr es el tiempo!». Nuestra madre y tías establecían una valoración a la homilía del padre Laburu coordinada con sus emociones: «Ha sido estupenda. Hemos llorado más que nunca».

Nuestra madre, que era una mujer ingeniosa y maravillosa, madrileña hija de andaluces – su padre, don Pedro Muñoz-Seca del Puerto de Santa María, y su madre, Asunción Ariza, de Puente Genil, donde tenía un cortijo con extensos olivares de los que nunca más se supo–, llevaba a rajatabla las costumbres y normas del sur. De tal modo, que el Viernes y Sábado Santos, los hermanos estábamos obligados a vestir de luto. Los dos mayores iban a su aire, y los ocho pequeños, todos con un año de diferencia, parecíamos ocho chipirones en su tinta. Dos chipirones hembras –Irene Montero diría chipironas–, y seis chipirones machos. Al pasear simultáneamente, cuando aparecíamos –éramos multitud–, deambulando por el bulevar de la calle de Velázquez, todos de negro y con lánguida expresión de tostón, recibíamos de otros viandantes cariñosas muestras de pésame, que agradecíamos con elegante naturalidad.

Aquellas Semanas Santas del decenio de los sesenta del pasado siglo, no podían ser consideradas vacaciones, sino devociones. Todos deseábamos la vuelta al colegio para afrontar el último trimestre. El Viernes Santo, acuciado por el ayuno y la abstinencia, nuestro hermano menor Álvaro dio buena cuenta de un bocadillo de chorizo de Pamplona. Sucede en las familias numerosas. Cuando sólo uno de dieciocho se zampa un bocadillo de chorizo – Pamplona y Cantimpalos eran los favoritos–, toda la casa, y muy extensa era, olía a chorizo de Pamplona. Fue descubierto, y obligado a acudir a confesarse con el Padre Aritzimuño, que perdonó inmediatamente su carga venial, y ya absuelto le preguntó: –¿Y qué tal estaba el bocadillo?–; –cojonudo, Padre–; –pues rezarás diez Avemarías más por hablar como un estibador de muelles–.

Ahora, exceptuando en los lugares donde la devoción se une a la tradición y al arte, la Semana Santa, como tal, pasa desapercibida. «Vacaciones de Primavera», dicen los pelmazos laicos y agnósticos, que por su obsesión anticristiana, son los más religiosos. No obstante, España de norte a sur y de este a oeste, se emociona el Domingo de Resurrección cuando todas las campanas son volteadas para anunciar que Cristo ha resucitado. Campanas de iglesias románicas de pueblos abandonados de la Alta Castilla, encuentran siempre las manos que necesitan para ser oídas en su comarca. Antaño podían ser exageradas las normas particulares de cada casa, pero no recuerdo un Domingo de Resurrección triste o nuboso. Siempre vencía el sol y la claridad. No se trata de una beatería, sino de una memoria continuada.

Todo ha cambiado y al cambio hay que adaptarse. Pero los que hemos vivido o padecido el rigor de aquellas Semanas Santas, guardamos un recuerdo profundo y sonriente, que lógicamente va ligado a las sombras queridas de nuestros mayores y de aquellos hermanos que ya se fueron.

Nos dirán los más furibundos creyentes, es decir, los agnósticos, que somos unos sentimentales. Pero la Semana Santa nos recuerda una vez al año, -Cristo de Mena-, que la madera de la cruz revive, que el dolor de Cristo retorna y que los brazos abiertos de su Resurrección nos alivian las desesperanzas. Y es bueno recordarlo.