Opinión

Percheles vacíos

Manuel Alcántara ha tenido, de mis coetáneos y a mi humilde juicio, la forma más clara de escribir. Puede que fuese la luz de Málaga, reflejada en los percheles cuajados de peces. O la amplitud de la bahía ancestral, tan prudente como él. Desde niña intentaba acompasar mis bríos deslomados con sus palabras precisas, rectas, tan limpiamente descriptivas. Sin éxito, claro.

Tuve el honor de compartir Micrófono de Oro en 2009. Nos reunió Luis del Olmo, en El Bierzo, y fue un privilegio conocerlo personalmente. Recuerdo que hice una admirada alusión cuando recogí aquel trofeo con boato, para el que paseamos en coche histórico por la campiña, rodeados de los vítores de los leoneses. Luego él me saludó y dijo que me conocía. Los grandes son así, opulentamente generosos.

Se ha muerto el maestro con una cara distinta a la que tenía, porque Manolo sonreía sin estruendo entre unos “papos” paternales que me gustaban mucho y que perdió en los años finales. Unos carrillos de hombre bueno que daban mucho gusto. Al final le quedaron sólo esos ojillos llenos de curiosidad, cuyos tesoros vertió en prensa durante una vida. Ha escrito hasta la muerte, como los grandes. Y se va al olimpo con César González Ruano, Julio Camba, Pemán, Agustín de Foxá, Rafael García Serrano o Sánchez Mazas, cuyos ecos busqué de becaria por los pasillos del periódico. Como todos los malagueños, volvió a Málaga a morir. Del mar viejo, al cielo nuevo, vaciando de plata los percheles.