Opinión
Un beso y una flor
La señora quebecquesa, con cargo al presupuesto, llegó a Cataluña como Karen Christence Blixen-Finecke, que firmaba Isak Dinesen y asumió una añorada granja en África. Dispuesta a encontrar soluciones pacíficas que beneficien a los pueblos mientras saludaba a los nativos, encantados por la benefactora presencia de tan importante dama. Una mañana del 1 de octubre viajó hasta Vic como quien logra transportarse en el tiempo para aterrizar en el Mississippi del 63, que ardía en la noche de la democracia (¿se dice así?), para salvar a los ciudadanos negros del yugo supremacista y el KKK. Vio a gente feliz, disfrutó la fiesta de las urnas, condenó la espantosa violencia de unas fuerzas policiales que parecían sacadas de un relato de Bernie Gunther durante la Noche de los Cristales Rotos y regresó a casa para propalar la bienaventuranza del derecho de autodeterminación. Un animalito que Naciones Unidas sólo reconoce para el caso de las colonias pero que en su propia casa y durante años ha sido muy apropiado para violentar y empobrecer una comunidad muy trabajada en sus fontanerías por los turistas de un ideal claramente xenófobo. Tras su paso fue el turno de Lluis Llach. Su alocución fue todo lo lacrimógena, embebida y delicuescente que cabía esperar. Qué educado, qué entrañable, qué preocupado por sus conciudadanos y por el destino y futuro de los Jordis, qué sonrisas y qué de secreciones y cuánto desasosiego y emociones para lograr que se desconvocase el pasote frente a la consejería de Economía, aquel 20 de septiembre de 2017. Escucharle y certificar por enésima vez la muerte de los viejos lemas eurocomunistas era todo uno. Esto. La inanidad de unas fuerzas de la cultura regadas de subvenciones y que impostan mucho la voz mientras se pasan por el forro de la guitarra las leyes que obligan al resto.
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