Opinión
Idolatría política
Winston Smith termina por amar al Gran Hermano. Pero ¿cómo se llega a la idolatría política?
El itinerario hasta la desactivación de toda resistencia ante el poder tiene varios jalones. Hoy subrayaré esa sumisión del individuo al poder, volviendo a recurrir al ejemplo más inquietante, a saber, la analogía entre nuestra sociedad, en la que preservamos algunos derechos y libertades, y la sociedad donde la libertad ha desaparecido por completo: la totalitaria.
En el proceso de sometimiento al poder, la clave es la despersonalización de la gente, que pasa a creer que no hay tal cosa como la suerte. Es lo que hace Kafka que, como dice Arendt, expuso «la repugnante ilusión que identifica el mal y el infortunio con el destino». El totalitarismo se abre camino porque numerosas personas dejan de considerar lo fortuito: «Están predispuestas a todas las ideologías porque ellas explican los hechos como puros ejemplos de leyes, y eliminan las coincidencias inventando una amplia omnipotencia que supuestamente subyace en la raíz de cualquier accidente. La propaganda totalitaria progresa en esta escapatoria de la realidad hacia la ficción, y de la coincidencia hacia la coherencia».
De ahí las alarmas habituales ante el «poder económico», y la generalización de la envidia, sin las cuales no puede crecer el Estado: «Lo que hace que los hombres obedezcan o toleren el poder real y, asimismo, odien a las personas que tienen riqueza sin poder, es el instinto racional que lleva a pensar que el poder tiene alguna función y resulta de utilidad general».
La ley y la justicia quedan desnaturalizadas porque pasan a estar condicionadas por la política, o directamente en sus manos. Dijo Lenin: «todo derecho es derecho público». Y Hitler: «se llama derecho a los que es bueno para el pueblo alemán». Y Mao: «cada una de las decisiones del Partido es ley».
Si las cosas no se resuelven mediante la intervención, se concluye que es porque aún no se ha intervenido lo suficiente, pero nunca porque no haya que intervenir, porque la intervención se justifica siempre por sus objetivos, no por sus resultados («queda mucho por hacer»). Lógicamente, quien se oponga a subir el gasto público se opone a sus objetivos: cuidar el medio ambiente, proteger a las mujeres, ayudar a los pobres, etc.
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